24 de agosto de 2009

Hoy hace setenta años: el angustioso grito del Papa a favor de la paz



Opus Iustitiae Pax


Hoy hace exactamente setenta años la Humanidad se hallaba al borde del inminente desastre de la guerra y hoy hace setenta años también se alzaba la voz del Vicario de Cristo para intentar conjurar el peligro, apelando a los grandes de este mundo, en cuyas manos estaba el destino de millones de vidas humanas. Pío XII había sido testigo del sufrimiento de su predecesor san Pío X al ver cernirse el fantasma bélico sobre la Europa de 1914, sufrimiento que le llevó a la tumba. También había colaborado con Benedicto XV en sus incansables esfuerzos –maliciosamente tergiversados por las potencias– para detener la maquinaria de muerte y de destrucción ya desencadenada, lo que él llamó con palabras elocuentes e inequívocas l’inutile strage (“la inútil carnicería”). Ante los oídos sordos que si hicieron a sus admoniciones, al menos intentó paliar los indecibles sufrimientos de las víctimas y en esto también le fue de valiosa ayuda el entonces nuncio Pacelli. Éste no pudo por menos de dolerse más tarde con el papa Della Chiesa no sólo de que se hiciese oídos sordos a sus palabras, sino que se excluyera a la Santa Sede de las negociaciones de paz en Versalles, donde, haciendo caso omiso de los consejos de moderación de Roma, se sembraron, en cambio, las semillas de discordia, cuyos amargos frutos estaban a punto de cosecharse en el verano salvaje de 1939. Sí, Pío XII sabía por experiencia que Europa y el mundo entero se hallaban sobre un polvorín presto a estallar si no prevalecía una última luz de razón. Queremos enmarcar el llamado que hizo el Papa aquel 24 de agosto de hace setenta años en su contexto histórico, para lo cual nos servimos de los datos proporcionados por el R.P. Pierre Blet, S.I., en su libro Pie XII et la Seconde Guerre Mondiale d'après les Archives du Vatican (Perrin, 1997).


Eugenio Pacelli había sido elegido el 2 de marzo en medio de una situación internacional muy enrarecida. El año anterior había debutado con la anexión a Austria a la Gran Alemania (el Anschlüss), pero Hitler no se había detenido en su política expansionista y ambicionaba los Sudetes (región de la entonces Checoeslovaquia con mayoría de población alemana) y el corredor de Danzig para poner en contacto la Prusia Oriental con el resto de Alemania, separados por Polonia. El canciller empleó la táctica de gritar alto en tono amenazante para lograr sus propósitos. Neville Chamberlain, primer ministro de la Gran Bretaña, partidario de la política de apaciguamiento, propició la Conferencia de Múnich, en la que los jefes de los gobiernos británico, francés, italiano y alemán aceptaron la anexión de los Sudetes a cambio de las garantías de Hitler de mantener el equilibrio europeo absteniéndose de ulteriores reclamaciones. Pero ya se sabe lo que pensaba éste de los pactos y compromisos. Así, el 15 de marzo de 1939, tres días después de la coronación de Pío XII, Alemania invadía Checoeslovaquia ocupando Bohemia y Moravia y sometiéndolas bajo régimen de Protectorado y creando con Eslovaquia un Estado títere. Esta violación de los Acuerdos de Múnich hizo cambiar la política británica y Chamberlain declaró que su país intervendría en caso de “cualquier acción que pusiera en peligro la independencia de Polonia”.

Efectivamente, la presa ambicionada por el Reich era ahora su molesto vecino del Este, al que le oponía su reivindicación de Danzig, ciudad libre bajo control polaco, con población alemana. Pero las potencias occidentales no estaban dispuestas a que se repitiera el caso de Checoeslovaquia. Italia, por su parte, que no quería ser menos que Alemania, se apoderó de Albania el Viernes Santo (7 de abril), entregando Mussolini al rey Víctor Manuel III la corona del depuesto Zog I (como había hecho en 1936, haciéndolo emperador de Etiopía). Este hecho no ayudaba ciertamente a la distensión. El presidente Roosevelt creyó su deber intervenir en la situación europea, enviando un mensaje a Hitler y Mussolini el 14 de abril. Había pedido al Papa que apoyase su iniciativa, pero Pío XII le hizo responder que, aunque seguía de cerca sus esfuerzos, la Santa Sede no se hacía ilusiones y no podía actuar ante Hitler en el sentido deseado. Los temores de aquélla resultaron tener fundamento, ya que el canciller no sólo no contestó al presidente estadounidense, sino que puso en ridículo su mensaje en un discurso al Reichstag del 28 de abril.

Pío XII intentó entonces convocar a las potencias a una nueva conferencia de paz, no sin antes obtener el apoyo de Mussolini, que veía lúcidamente la cuestión: “Alemania no puede pensar que saldrá de una invasión a Polonia como con Checoeslovaquia. Polonia se defenderá; los alemanes la aplastarán por su superioridad militar y tendremos el comienzo de una nueva guerra europea”. El 3 de mayo el cardenal Maglione, secretario de estado de Pío XII, envió sendos telegramas a los representantes papales en Francia, Alemania, Gran Bretaña y Polonia, indicándoles que explicaran a los respectivos gobiernos la intención del Papa, "vivamente preocupado por el peligro cada vez más creciente de ver estallar la guerra", de invitar a las cinco potencias -las cuatro anteriores e Italia- a una conferencia para resolver por la vía diplomática las diferencias que enfrentaban a Alemania y Polonia, por un lado, y a Francia e Italia por otro. Desgraciadamente, el llamado pontificio no tuvo éxito. Los gobiernos francés y británico, sin rechazarlo, expresaron sus reservas. El premier alemán Ribbentrop y el conde Ciano, ministro de relaciones exteriores de Mussolini, después de discutir el asunto, dieron una respuesta conjunta, comunicada al cardenal Maglione por medio del embajador de Italia ante la Santa Sede, en la que, agradeciendo al Papa su iniciativa, le pedían que renunciara a su llamado a las cinco potencias. En fin, el gobierno polaco expreso su negativa, temiendo que la conferencia fuera contraproducente y agravase aún más la situación.

Quedó claro que ni Gran Bretaña ni Francia se fiaban ya de encuentros internacionales plurilaterales, dada la experiencia de Múnich. Tampoco Alemania e Italia esperaban ya poder ganar en el juego que les había resultado exitoso en septiembre de 1938. Por otra parte, tanto Londres como París confiaban en ganar tiempo para poner a punto acuerdos con los Estados Unidos y Rusia, que reforzasen su poder de disuasión. Polonia confiaba en la protección anglofrancesa y creía que, al final, Alemania se abstendría de atacarla, pero no descartaba llegar a un acuerdo pacífico. Pío XII renunció, pues, a su propuesta, pero orientó desde entonces sus esfuerzos a favorecer negociaciones bilaterales entre Alemania y Polonia y Francia e Italia. Lo que nadie sabía era que precisamente por aquellos días, el gobierno del Reich estaba negociando en secreto con la Rusia de Stalin, cosa que Ribbentrop dejó entrever al nuncio Cesare Orsenigo cuando le aseguró que si Polonia se lanzaba a la locura de atacar a Alemania, sería invadida "desde diez puntos a la vez" en pocos días y sus aliados no tendrían tiempo de reaccionar.

La firma el 22 de mayo del Pacto de Acero entre Italia y Alemania y las seguridades de Gran Bretaña y Francia a Polonia y a Rumanía (cuyo petróleo ambicionaba el Reich) dibujaban cada vez más un panorama nada halagüeño de configuración de bloques. Sin embargo, la Santa Sede confiaba en que Mussolini podía contribuir a aplacar a Alemania, dado que había manifestado su voluntad contraria a la guerra (a Hitler le había asegurado que, si bien Italia honraría el Pacto de Acero, no podría entrar en una eventual conflagración hasta 1943). En este sentido, intentó favorecer el Vaticano un acercamiento entre Francia e Italia, pues consideraba a esta última "la única potencia con una no desdeñable influencia sobre Alemania como para poderla contener". Parecía que estas gestiones iban por buen camino cuando el conde Ciano aseguraba al nuncio Cortesi que Alemania no declararía ninguna guerra en por lo menos seis meses y que el peligro venía más bien de Polonia, cuya exasperación por el asunto de Dantzig podía llevarla a cometer alguna locura. La Santa Sede consideró útil recomendar prudencia al gobierno polaco. Ciano aseguró al nuncio Borgongini-Duca que Alemania no se movería sin el consentimiento de Mussolini.

Hitler, mientras tanto, preparaba un movimiento popular para proclamar la unión de Dantzig con Alemania. La situación en la ciudad libre era cada vez más insostenible, debido a los conflictos entre la pobalción alemana y los aduaneros polacos, cuya labor se veía constantemente saboteada. Sabedoras de estos manejos y no creyendo en el poder diasuasorio de Italia sobre Alemania, a principios de julio, tanto Gran Bretaña como Francia declararon su voluntad irrevocable de hacer honor a sus compromisos con Polonia y socorrerla por todos los medios en caso de ataque por parte de Alemania. Sin embargo el resto del mes se pasó en una relativa tranquilidad. La situación volvió a tornarse tensa cuando el 4 de agosto envió Varsovia una nota explosiva al presidente del senado de Dantzig, conminándolo a revocar la disposición que impedía a los aduaneros polacos a inspeccionar las mercaderías que pasaban por la ciudad libre. El 9 de agosto, Alemania protestaba formalmente contra esta intervención del gobierno polaco, el cual, a su vez, replicó que consideraba actos de agresión las intervenciones del Reich en detrimento de sus intereses.

En el ínterin, el senado de Dantzig ponía a la ciudad libre en estado de sitio, mientras iban llegando oleadas de "turistas" alemanes, que en realidad tenían por misión preparar la declaración de retorno de aquélla a Alemania. El 11 de agosto, Hitler recibió en Berchtesgaden al comisario de la Sociedad de Naciones en Dantzig, Burckhardt, a quien significó su extrema irritación contra los polacos y aseguró que, si bien la cuestión territorial podía esperar, no toleraría que las minorías alemanas que habitaban en Polonia siguieran siendo objeto de vejaciones, lo cual comprometía el honor de Alemania. El 14 de agosto recibió el Vaticano un telegrama del nuncio en Varsovia asegurando que tropas alemanas estaban siendo apostadas desde hacía dos semanas ante la frontera polaca. El cardenal Maglione contestó encargando a monseñor Cortesi preguntar discretamente al gobierno si la Secretaría de Estado podía hacer algo ante esta situación. El embajador de Polonia ante la Santa Sede aseguró a Maglione que la cuestión de Dantzig era un pretexto y que Alemania necesitaba un pretexto para llegar a Ucrania e invadir Rumanía. Sin embargo, su gobierno, confiado en la eficaz ayuda anglofrancesa, guardaba la calma.

Al contrario, Hitler estaba convencido de que Gran Bretaña y Francia se abstendrían de intervenir a favor de Polonia. Por eso, cuando Ciano se reunió con él y con Ribbentrop a mediados de agosto, no pudo convencerles de arreglar el asunto de Dantzig por la vía diplomática. Desde entonces, la guerra se consideró una cuestión de días. Esta convicción quedó reforzada cuando se hizo público el Pacto Germano-Soviético de No Agresión, que subscribieron, ante un complacido Stalin, Ribbentrop y Molotov el 23 de agosto. Esto echaba por tierra los esfuerzos de las potencias protectoras de Polonia de cerrar un acuerdo con el gigante del Este. Sorprendentemente, Varsovia estaba convencida de que Rusia no la atacaría. El embajador británico en Berlín viajó el mismo 23 a Berchtesgaden para decirle a Hitler de parte de su gobierno que la Gran Bretaña no se quedaría impasible ante un ataque a Polonia. De su entrevista con el canciller, el enviado inglés sacó la conclusión de que era imposible razonar con él. Fue entonces cuando lord Halifax, secretario del Foreign Office, se dirigió a Pío XII, por medio del embajador Orborne d'Arcy, para pedirle que interviniera mediante una declaración solemne para evitar el estallido de la guerra. Era ya el último recurso.

La mañana del 24 de agosto fue de febril actividad. Monseñor Tardini recibió la visita de los embajadores de Francia, Gran Bretaña, Italia y Yugoslavia, que coincidían en señalar la inminencia de la guerra. Mientras tanto, en la Secretaría de Estado se trabajaba en el texto del radiomensaje que Pío XII pensaba dirigir al mundo como el último y extremo recurso para salvar la paz amenazada. Se prepararon cuatro borradores, de los cuales fue elegido el del substituto monseñor Montini, que fue revisado y corregido por el proprio Papa. A las 19 horas era emitido por la Radio Vaticana el mensaje, que reproducimos a continuación:


RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PÍO XII
DIRIGIDO A LOS GOBERNANTES Y LOS PUEBLOS
EN EL INMINENTE PELIGRO DE LA GUERRA


Jueves, 24 de agosto de 1939


A todo el mundo.

Suena nuevamente una hora grave para la gran familia humana; hora de tremendas deliberaciones, de las cuales no puede desentenderse Nuestro corazón, no debe desintersarse Nuestra autoridad espiritual, que viene de Dios, para conducir los ánimos por las vías de la justicia y de la paz.

Y henos aquí con todos vosotros, los que en estos momentos lleváis el peso de tanta responsabilidad, para que a través de la Nuestra escuchéis la voz de aquel Cristo de quien tuvo el mundo alta escuela de vida y en el cual millones y millones de almas depositan su confianza en una situación en la cual sólo su palabra puede prevalecer sobre todos los rumores de la tierra.

Henos aquí con vosotros, los combatientes de los pueblos, los hombres de la política y de las armas, los escritores, los oradores de la radio y de las tribunas, y todos cuantos tenéis autoridad sobre el pensamiento y la acción de los hermanos, y responsabilidad de su suerte.

Nos, armados no de otra cosa que de la palabra de Verdad, por sobre las públicas competiciones y pasiones, os hablamos en el nombre de Dios, de quien toda paternidad en el cielo y en la tierra toma el nombre (Eph., III, 15); de Jesucristo, nuestro Señor, que ha querido que todos los hombres sean hermanos; del Espíritu Santo, don de Dios altísimo, fuente inexhausta de amor en los corazones.

Hoy, cuando no obstante Nuestras repetidas exhortaciones y Nuestra especial preocupación, se hacen cada vez más persistentes los temores de un sangriento conflicto internacional; hoy, cuando la tensión de los espíritus parece que ha llegado al punto de hacer juzgar inminente el desecadenamiento del tremendo torbellino de la guerra, lanzamos con ánimo paternal un nuevo y más caluroso llamado a los Gobernantes y a los pueblos: a aquéllos, para que, depuestas las acusaciones, las amenazas las causas de la desconfianza recíproca, intenten resolver las actuales divergencias con el único medio adecuado para ello, o sea con comunes y leales acuerdos; a éstos, para que, en la calma y en la serenidad, sin agitaciones descompuestas, alienten los intentos pacíficos de quien los gobierna.

Es con la fuerza de la razón y no con la de las armas, como la Justicia se abre camino. Y los imperios que no se fundan en la Justicia no son bendecidos por Dios. La política emancipada de la moral traiciona a aquellos mismos que así la quieren.

El peligro es inminente, pero aún hay tiempo.

Nada se pierde con la paz; todo puede perderse con la guerra. Vuelvan los hombres a entenderse. Retomen las negociaciones. Al tratar con buena voluntad y con respeto de los recíprocos derechos se percatarán que a las negociaciones sinceras y diligentes nunca se ha resistido un honorable éxito.

Y se sentirán grandes -con verdadera grandeza- si, imponiendo silencio a las voces de la pasión, sea colectiva que privada, y dejando su imperio a la razón, habrán ahorrado la sangre de los hermanos y la ruina de la patria.

Haga el Omnipotente que la voz de este Padre de la familia cristiana, de este siervo de los siervos, que, aunque indigno, es realmente portador de la persona, la palabra, la autoridad de Jesucristo, halle en las mentes y en los corazones pronta y voluntariosa acogida.

Escúchennos los fuertes, para no volverse débiles en la injusticia. Escúchennos los potentados, si quieren que su poder no signifique destrucción sino sostenimiento para los pueblos y tutela de la tranquilidad en el orden y en el trabajo.

Nos les suplicamos por la Sangre de Cristo, cuya fuerza vencedora del mundo fue la mansedumbre en la vida y en la muerte. Y, suplicándoles, sabemos y sentimos que tenemos de Nuestro lado a todos los rectos de corazón; a todos aquellos que tienen hambre y sed de Justicia; a todos aquellos que sufren ya por los males de la vida, toda clase de dolor. Tenemos con Nos a los corazones de las madres, que bate al unísono del nuestro; a los padres, que deberían abandonar a sus familias; a los humildes, que trabajan y no saben; a los inocentes, sobre los que pesa la tremenda amenaza; a los jóvenes, caballeros generosos de los más puros y nobles ideales. Y está con Nos el alma de esta vieja Europa, que fue obra de la fe y del genio cristiano. Con Nos la Humanidad entera, que espera justicia, pan, libertad, y no el hierro que mata y destruye. Con Nos aquel Cristo, que del amor fraterno ha hecho Su mandamiento fundamental, solemne; la substancia de Su religión, la promesa de la salvación para los individuos y para las Naciones.

Recordando, en fin, que las industrias humanas no valen nada sin el auxilio divino, invitamos a todos a dirigir la mirada a lo Alto y a pedir con fervientes plegarias al Señor que su gracia descienda abundantemente sobre este mundo trastornado, aplaque las iras, reconcilie los ánimos y haga resplandecer el alba de un más sereno mañana. En esta expectativa y con esta esperanza, impartimos a todos de corazón Nuestra paternal Bendición.

Benedictio Dei Omnipotentis Patris et Filii et Spiritus Sancti descendat super vos et maneat semper.


Este radiomensaje de Pío XII es un testimonio irrebatible de su vocación de paz (vocación curiosamente impresa en su apellido: Pacelli, pax coeli, la paz que viene de lo Alto), pero al mismo tiempo la reafirmación del principio cristiano de que la paz es obra de la justicia. Éste era precisamente el lema que aparecía en el blasón del Papa: Opus Iustitiae Pax. Una paz sin justicia es una paz precaria y destinada a perecer tarde o temprano. Por eso, el Pontífice quiere que la paz no sólo signifique la ausencia de hostilidades, sino que las partes en disputa se sienten a negociar con ánimo sincero y con arreglo al derecho. No se podía esperar demasiado, sin embargo, que los dirigentes del mundo se plegasen al urgente llamado apostólico, pero sí es verdad que Hitler, que tenía proyectado invadir Polonia el 24 o 25 de agosto, difirió la orden de marcha de sus tropas unos días. En este período de respiro se reanudaron los intercambios diplomáticos en un último esfuerzo por cambiar el curso que llevaban las cosas. Hitler seguía empeñado en lograr que Gran Bretaña y Francia no intervinieran a favor de Polonia. Mussolini confiaba en convencerlo de detener la maquinaria bélica, asegurándole que si estallaba la guerra Italia no estaría en condiciones de entrar en ella. Francia instó a Pío XII a que hablara públicamente a favor de la católica Polonia, pero el Papa declinó hacerlo respondiendo que en Alemania había 40 millones de católicos y que él era el Padre de todos. El 31 de agosto, Pío XII renovó su mensaje del 24, suplicando, en nombre de Dios, a los gobernantes de Alemania y de Polonia que hicieran todo lo posible para evitar cualquier incidente que pudiera desencadenar la guerra. También pedía a Gran Bretaña, Francia e Italia que apoyaran su pedido. Un último intento de negociaciones in extremis de Alemania y Polonia fracasó la tarde de ese mismo día. Al siguiente, 1º de septiembre, Polonia era invadida por el ejército alemán, en una operación que debía durar pocos días y que fue conocida como la Blitzkrieg (la "Guerra Relámpago"). El 3, Gran Bretaña y Francia declaraban la Guerra a Alemania. El 17, la Unión Soviética invadía Polonia por el Este, consumándose así el martirio del país, que iba a sufrir una nueva y cruel partición.

El 9 de septiembre, el ministro británico ante la Santa Sede, Sir D'Arcy Osborne, escribía al cardenal Maglione:

"En la última conversación que tuve con Vuestra Eminencia, me preguntó si yo creía que la Santa Sede había hecho todo lo que le fue posible en vista a salvar la paz. Yo le respondí sin dudar que estaba convencido de ello. He referido esta conversación a lord Halifax, que me ha encargado decir a Vuestra Eminencia que está totalmente de acuerdo con mi respuesta".


Pero el mundo hace oídos sordos a la voz del Padre común...

16 de agosto de 2009

Cómo se veía a Pío XII en 1956. Antiguo artículo de la revista LIFE


El artículo que reproducimos íntegro en esta entrada fue publicado por primera vez en el número extraordinario de la revista LIFE (en español) del 30 de enero de 1956, edición monográfica dedicada al Cristianismo. Se trata de un documento de gran interés porque refleja lo que se pensaba generalmente de Pío XII estando aún en vida (todavía quedaban casi tres años de pontificado). Su autor, Emmet John Hughes (1920-1982), fue un periodista católico, redactor de los discursos del presidente Dwight Eisenhower y jefe de redacción de TIME-LIFE.




LA MAGIA EXTRAÑA Y SILENCIOSA DE PÍO XII



En la abrumadora tarea de recibir a gente del mundo entero,
el Santo Padre impresiona a todos los que lo ven

Por EMMET JOHN HUGHES

Pío XII, Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo y Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, es el 262º hombre que ocupa el trono más antiguo del mundo occidental. Este simple hecho basta para que decenas de millones de hombres y mujeres lo vean con devoción y veneración. Sin embargo, es mucho mayor aún el número de los que pueden dar fe de un hecho todavía más notable: que las palabras del Pontífice influyen –en una forma jamás igualada por ninguno de sus predecesores– en el ánimo de millones de seres que no pertenecen a la Iglesia Católica Apostólica y Romana. Y la razón principal de esto es que la humanidad siente o vislumbra que en medio de tantos y tantos honrosos títulos y ritos tan antiguos y venerables como los que le rodean, se yergue la personalidad singular de Pío XII: ese hombre pálido y delgado, de ojos oscuros y brillantes, llamado Eugenio Maria Giuseppe Giovanni Pacelli.

En la tarde el último sábado de noviembre, Su Santidad regresó a Roma en su gran Cadillac negro, procedente de Castel Gandolfo, adonde por lo regular se retira en verano. Allí estuvo en meses recientes recuperando el vigor que le restó la enfermedad que durante el invierno anterior lo llevó al borde de la tumba. En el transcurso de esos meses, Pío XII no pudo desentenderse de los incontables deberes administrativos y doctrinarios propios de un sumo pontífice pero trató, por lo menos, de ahorrar sus escasas energías, limitando las audiencias y funciones públicas.

A pesar de esa limitación que él mismo de fijó, el Papa concedió 30 audiencias generales a un total de 200 mil personas; pronunció 30 discursos, dos de ellos por radio; recibió, en sendas ceremonias, las credenciales de los nuevos representantes diplomáticos de Pakistán, Argentina, Panamá, Líbano, Cuba y Egipto; preparó once documentos pontificales para su publicación; y concedió audiencias privadas al primer ministro de Irlanda, el príncipe consorte de Holanda y el secretario de Estado norteamericano.

Una carga tan pesada como ésta, sobre los hombros de una persona de 79 años, y además convaleciente, revela, posiblemente con más claridad que cualquier otro hecho, el temperamento de este hombre y el espíritu de su pontificado. Para el mundo entero, Pío XII ha sido, sobre todas las cosas, un papa asequible y una figura de relieve universal. En toda la historia de la Iglesia Católica no ha habido un papa que haya estrechado la mano de tantos hombres y mujeres de todos los países, clases sociales y creencias, como Pío XII. Ante él han desfilado jefes musulmanes, ministros bautistas, campesinos franceses, legisladores norteamericanos, peregrinos latinoamericanos, jugadores e fútbol, sopranos, actores del teatro y del cine, primeros ministros, ciclistas y, en suma, los grandes, los seudograndes y los humildes.

Acerca de esa extraordinaria procesión de gente se puede decir que lo más notable de ella, aun tomando en cuenta sus dimensiones y variedades, es la forma sorprendente en que reaccionan los individuos que la forman anye la personalidad de Eugenio Pacelli. “…Y todo el tiempo me estuvo mirando…” Tal es, más o menos, la frase que durante mucho tiempo repiten maravilladas las personas menos dadas a exagerar, recibidas en audiencias generales, sin pensar que en tan memorables ocasiones estuvieron rodeadas por cientos o miles de individuos que también creen, en la mayoría de los casos, que fueron objeto de la misma distinción.

Pero me parece todavía más sugestivo el recuerdo de un italiano que me dijo en un tono entre risueño y amoscado: «Nunca me olvido de aquel condenado coronel británico que me dijo, poco después de la liberación de Roma, que lo único que le interesaba ver en la Ciudad Eterna, a pesar de ser protestante era al Papa. Un día fuimos al Vaticano con un grupo numeroso y mientras esperábamos que el Papa entrara en el salón el coronel, rumiando sus escrúpulos religiosos, rezongó: “Le digo que no me he de arrodillar ante un hombre que eso, en resumidas cuentas, es lo único que es. No lo haré”. Y yo le contesté: “Amigo mío, está muy bien que no se arrodille. Por mí, cuélguese de las arañas, si quiere”. En eso se acercó el Papa a darnos la mano y cuando me volví hacia el coronel para decirle algo en voz baja, lo vi de rodillas, boquiabierto, contemplando al Papa».


Sencillez y dignidad

La impresión que causa se puede atribuir, inicialmente, a determinadas cualidades discernibles de su apariencia y sus modales que, combinadas, lo envuelven en un aura de vitalidad dramática. Su complexión delgada (pesa a lo sumo 79 Kg.), su largo y pálido rostro, sus movimientos y, en fin, todo él es de una fragilidad y una gracia tales que un escritor francés no pudo menos que describirlo de esta manera: “Su cuerpo, casi transparente, parece hecho apenas para servir de envoltura a su alma”. Los luminosos ojos oscuros, tras los cristales de sus gafas de oro, son difíciles de olvidar, porque en ellos brillan simultáneamente el fuego de la inteligencia y la hoguera de su bondad.

Una mezcla, más o menos igual, de cualidades parece mover esas manos de finas venas, tan vigorosa cuando estrecha las de los visitantes como gentil cuando ayuda a levantarse al peregrino arrodillado. Y en casi todas las audiencias, de la expresión recogida del Papa manan unas corrientes misteriosas y dulces de simpatía, compasión y gracia. A veces, en plena bendición, hace una breve pausa para mover el índice, con aire juguetón, hacia un rostro conocido que ha divisado en medio de la muchedumbre. O bien toma de las manos de un peregrino octogenario el gorro que éste le ha pedido que bendiga y se cubre con él, a tiempo que ofrece su solideo al peregrino., con la misma sencillez y dignidad con que acepta y agradece un modelo de avioncito o una placa de oro que lo acredite como bombero honorario de una ciudad americana.

Puede saludar a grupos que aparentemente no tienen grandes aspiraciones espirituales –equipos atléticos, conductores de tranvías o motociclistas– y con unas cuantas frases sencillas parece iluminar súbitamente sus actividades exaltando la minúscula importancia de éstas, con lo cual se sienten mejor que si les hubiera otorgado un premio espiritual. Por sus palabras, por sus gestos, se siente, en resumen, que el Papa es un hombre que practica verdaderamente el amor cristiano; un hombre que, cuando sus indignados consejeros le mostraron unos sacerdotes obesos y pomposos, lejos de enaltecerlas con su ira se encogió de hombros y, sonriendo, exclamó: “No se parecen mucho a mí”.

Examinada en términos generales, la inmensa labor que representa saludar a gentes de todos los países no parece un esfuerzo sobrenatural para un papa que, durante algunas décadas anteriores a su elevación al Pontificado viera tanto mundo y que desde entonces ha aceptado muchas de las costumbres más útiles de los tiempos modernos.

Entre las cosas secundarias, pero no menos sugerentes, que lo distinguen de otros pontífices figuran algunos precedentes que ha establecido en la vida papal: es el primero que ha viajado en avión; el primero que ha visitado (alcanzada ya la dignidad cardenalicia) los EE.UU.; el primero que se ha valido de una máquina de escribir para redactar sus discursos y demás documentos: el primero que se ha dejado entrevistar realmente por un periodista.

Todo esto armoniza con un prelado en cuya carrera eclesiástica han abundado más los problemas del mundo que los pastorales. En 1901, a los dos años de haber recibido las órdenes sacerdotales, fue trasladado de su pequeña parroquia a la Secretaría de Estado del Vaticano. Diez años después formó parte de la delegación papal que asistió a la coronación del rey Jorge V en Londres. En 1917 ayudó a formular el fallido plan de Benedicto XV, “paz sin victoria”. Como Nuncio Papal en Munich y Berlín negoció sendos concordatos con los gobiernos de Baviera y Alemania. En 1929, a los 53 años de edad, recibió el capelo cardenalicio y, dos meses después, el cargo de secretario de Estado. A su regreso de un viaje de casi 13.000 Km. Por todo EE.UU., en 1926, Pío XI lo llamó cariñosamente “Nuestro cardenal transatlántico y panamericano”.

Al ascender al trono de San Pedro, en 1939, era considerado un erudito diplomático viajero. Hablaba ya dos lenguas clásicas y seis modernas: italiano, inglés, alemán, francés, portugués y español. Su imagen, como la describió el Káiser Guillermo II, era la de “un hombre amable y distinguido, de elevada inteligencia y trato exquisito, tipo perfecto de eminente prelado de la Iglesia Católica”.

Ese modelo de prelado universal ha impreso su propio sello a su pontificado. Dentro de la organización vaticana, ha convertido la Secretaría de Estado de un simple despacho de redacción y traducción en todo un ministerio de relaciones exteriores. En la política eclesiástica, ha subrayado, como no lo había hecho ninguno de sus predecesores, el papel de la grey y la Acción Católica. Y en su propia vida oficial ha alimentado insaciablemente su interés en los asuntos políticos del mundo. Cuando se avecina una conferencia con un primer ministro, el Papa se prepara y la aguarda con la ansiedad propia de un pontífice que nunca ha limitado su información a lo que simplemente puedan comunicarle sus fuentes eclesiásticas. ¿Qué cosa más lógica, entonces, que un hombre como él sea el primero que trate siempre de recibir a toda clase de gente, de ser visto y oído dentro y fuera de la Iglesia y, si es posible, tocar el corazón y el cerebro de quienes lo visitan?


La semblanza de Pío XII no podría terminar aquí, porque lo que se ha expuesto hasta ahora no es más que la mitad, rápidamente perceptible, del hombre y porque ilumina un solo lado de este notable diálogo espiritual denominado audiencia papal. Pues es el caso que, en tales audiencias, el visitante, sea por la nerviosidad o por la emoción, no se pregunta: ¿Qué siente él en este instante?

Para Pío XII ninguna carga oficial puede ser tan pesada como ésta que él ha insistido en echarse a cuestas. Y una persona como él, de temperamento humilde, silencioso y retraído, debe sentir, sin duda, ese peso. Los miles de ojos que lo miran con arrobamiento, las miles de manos que ansiosamente se extienden hacia él, constituyen un homenaje casi doloroso. A esta eterna tortura mental se suman comúnmente contratiempos como el de la dama arrodillada cuya corpulencia le impide ponerse de pie sin tirar del Papa hasta encorvarlo. Los grupos de profesionales han creado un tipo propio de molestia: no conformes con un comentario intrascendente exigen ahora un discurso corto que se pueda publicar. Y si el Papa honra de este modo a una sociedad de médicos, ¿cómo se ha de negar a hacer lo mismo con las sociedades de farmacéuticos o veterinarios? Por eso, como lo saben todos sus allegados, nada cansa tanto a Eugenio Pacelli como ese preciso deber que Pío XII parece realizar con la tranquilidad más maravillosa.

Pero todo esto involucra un sacrificio mayor que el de la simple incomodidad física. A través de los años Pío XII ha deseado, en vano, disponer de más tiempo para estudiar y, sobre todo, para orar. Al mismo tiempo se ha acentuado paulatinamente una característica sorprendente de su pontificado: que este pontificado, que generalmente se cree que será memorable por su papel político y diplomático, será ciertamente recordado, más que por este papel, por las proclamaciones doctrinales y el carácter piadoso de Eugenio Pacelli.

Claramente se advierte que el “tipo perfecto" vislumbrado hace décadas por el Káiser Guillermo II y otros observadores políticos de su época no han abarcado nunca la figura completa del hombre. En ese modelo falta un algo de raíces mucho más profundas. Cuando el Papa era apenas un niño tímido y serio, su Italia era una nación recién formada y abrasada todavía por el fuego secular del risorgimento, y Roma era un caldero de emociones anticlericales. Sin embargo, Eugenio Pacelli ya no ambicionaba más que una cosa: ser sacerdote. En su hogar de la calle de los Orsini, separada de la Basílica de San Pedro por el Tíber, su juego favorito era coleccionar velas, manteles y cubiertos de plata para formar un altar ante el cual, con un pedazo de tela de damasco por estola, jugaba a decir misa.

Y cuando al fin se ordenó, fue relevado de los ansiados deberes pastorales, por los cuales había rezado fervorosamente, para que desempeñara otros menos agobiadores que aquéllos en la Secretaría de Estado del Vaticano., tal como lo había pedido su padre, quien aseguraba que la endeble constitución física de Eugenio Pacelli no le permitiría sostener la pesada cruz de las tareas parroquiales. Ocho lustros más tarde, cuando los príncipes del Sacro Colegio de Cardenales se arrodillaron para besar la mano y el pie del hombre a quien acababan de elegir Papa, lo único que éste pudo murmurar varias veces fue: “Miserere mei, Deus” (Ten piedad de mí, Señor). En una ocasión tan grande, esas eran palabras que podían esperarse más de los labios de un monje distraído de sus meditaciones y plegarias que de los de un famoso estadista de la Iglesia.

Desde aquel día del año 1939, la mente de Pío XII se ha enfocado, cada vez con más insistencia, en algo que lleva en el corazón: la doctrina, la devoción, la liturgia. Y sobre todo esto, está su veneración por la Virgen María, Madre de Dios. De ella dan fe dos de los actos más memorables de su pontificado: la proclamación, en 1950, del Dogma de la Asunción (que la Virgen María subió corporalmente al cielo) y la celebración del Año Mariano en 1954, para señalar con toda solemnidad el 100º aniversario de la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción (que la Virgen María fue concebida sin pecado original).

Para la Iglesia de Pío XII estas declaraciones son conceptos de la más profunda piedad; pero, en el fondo, son algo más: son formas elocuentes y adecuadas de marcar un siglo de lucha contra fuerzas e ideas que en un tiempo fueron calificadas, grandiosamente, de “iluminadas” y que ahora, con menos exaltación, se tildan de “seculares”. Para esas fuerzas pecado y santidad han sido siempre palabras tontas, fraudulentas y medievales que no se deben pronunciar nunca ante los intelectuales. La respuesta firme, envuelta en las doctrinas recientemente proclamadas, es ésta: que sin aquéllas, tal como lo ha dicho la Iglesia Católica, el nacimiento carece de sentido; la vida, de norma; la muerte, de significación.


Una aparición al alba

Hace poco más de un año, cuando el Papa parecía haber perdido todas sus energías y sus médicas esperaban, con tranquilidad profesional, lo que juzgaban inevitable, Pío XII obtuvo, gracias a la gravedad misma de su enfermedad, un premio precioso: el tiempo que tanto anhelaba para orar a solas. Y en la aurora del segundo día de diciembre, cuando musitaba la oración del Anima Christi apareció ante sus ojos maravillados una visión del proprio Jesucristo. ¿Aviso de que se acercaba la hora en que su alma alcanzaría el reposo final? ¿Heraldo de una rápida y milagrosa recuperación de aquel cuerpo frágil y débil?

No fue ni lo uno ni lo otro. Todavía faltaba la fase más dolorosa de su enfermedad, después de la cual recobraría al fin la salud y los médicos, otrora desalentados, se felicitarían por su ciencia perseverante.

Ahora, o sea, cuando ha pasado poco más de un año, la divulgación de aquel portento ha tenido un eco significativo. La publicación de la noticia de la aparición fue un suceso infortunado que no produjo más que honda congoja a la única persona a quien concernía directamente. Muchos días después de haberse publicado la noticia (en forma más o menos incompleta), en el pálido rostro del Papa se veía retratada aún su angustia. Bien estaba que Pío XII gozara de una visión inefable, mas no que Eugenio Pacelli saboreara la bendición de un milagro que le permitiese, en pleno siglo XX, celebrar tal portento en su propia persona.

Empero no existe nada en esa “vida dentro de otra vida” –el carácter tímido, el alejamiento espiritual, la fatiga del decaído cuerpo, el perenne anhelo de meditar y orar tranquilamente– que pueda, por lo que se ve hasta ahora, disminuir o empañar la impresión que este santo varón causará a los miles de personas que continuará recibiendo con ánimo tenaz y sonriente. Porque en todas estas cosas no hay nada que pueda borrar la extraña magia silenciosa que ejerce con sus manos lánguidas, con su cara pálida y su mirada brillante: una magia que los miles de personas que lo vean no podrán definir más que con la palabra “santidad”.

En términos generales, una definición así turbaría ciertamente el ánimo de Eugenio Pacelli mucho más que la aclamación de la más vasta y entusiasmada multitud humana. Sin embargo, pensándolo mejor, quizás él juzgaría llegada la hora de que la palabra “santidad” vuelva a usarse como en otros tiempos, y cobraría otra vez ánimo para pasar por entre los fieles arrodillados.

Quizás se vea rodeado de vez en cuando por otro grupo que haga aflorar su humorismo y que conmueva su corazón como aquel que lo visitó hace unos cuantos años. Se encontraba en aquella ocasión en una de las salas del Palacio Apostólico, tapizadas de brocado, y acababa de hablar a un grupo de 60 marineros de la Sexta Flota norteamericana cuando un oficial gritó: “¿Qué les parece, muchachos: tres vivas a su Santidad?” Y el grito de ¡hip, hip, hurra… Su Santidad! que soltaron aquellos mozos hizo vibrar las lágrimas de cristal de las arañas. Fue una reacción única y comprensible al hechizo de aquella delgada figura, vestida de blanco, que acercándose al oído de cada uno de ellos preguntaba en tono cordial y gentil: "¿… de Wichita? … Hermosa ciudad, según tengo entendido… que Dios te bendiga, y bendiga a toda tu familia”.