11 de octubre de 2009

LXXV Aniversario del Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires (II). Reportaje gráfico-y 2

11 de octubre: Día de los niños
Primeras comuniones

Cardenal Pacelli: "¡Esto es el Paraíso!"

La comunión distribuida a los ángeles

A medianoche: Misa de comunión general para caballeros y jóvenes

Los hombres comulgan con fervor y sin respetos humanos

12 de octubre: Día de la Raza. Reunión
de las delegaciones de toda América y del mundo

Disertación de Su Eminencia el cardenal Isidro Gomá, arzobispo
de Toledo y primado de España (madre de la raza americana)

13 de octubre: Día de la Santísima Virgen
Homenaje de las Fuerzas Armadas

Bautizo de conscriptos

Los militares se confiesan

Comunión de los cadetes

El cardenal legado con prelados y autoridades castrenses

14 de octubre: Día del Triunfo Eucarístico mundial
Arranca la solemne procesión eucarística

El cardenal legado ante la custodia en procesión

Magnífica vista del cortejo

Prelados acompañan la procesión eucarística

Las esposas de Cristo al paso de su Divino Señor

Pacelli: sacerdote en adoración del Sumo Sacerdote

Al final de la procesión triunfal, el cardenal Pacelli
posa con el clero y los ayudantes

14 de octubre: Pío XI dirige un Radiomensaje
a la Argentina clausurando el Congreso

15 de octubre: El representante del Papa llega al santuario de Luján

El cardenal Pacelli en Luján y el Corazón Eucarístico de Jesús

Nuestra Señora de Luján, patrona del Congreso

16 de octubre: El cardenal legado se despide de la Argentina

Escala en Brasil de regreso a Roma: el cardenal Pacelli
visita al presidente Vargas en el palacio de Itamarity

Este hermoso reportaje gráfico del XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires de 1934 lo debemos a nuestro delegado en Argentina, D. Walter Gómez, a quien vaya nuestro profundo agradecimiento.

10 de octubre de 2009

LXXV Aniversario del Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires (I). Reportaje gráfico-1

El XXXII Congreso Eucarístico Internacional
Buenos Aires, 1934

Escudo oficial del Congreso Eucarístico

Su Santidad el papa Pío XI, reinante durante el Congreso

Su Eminencia Reverendísima el cardenal legado
Eugenio Pacelli, secretario de Estado de Su Santidad

Comité organizador del Congreso

Llegada del Conte Grande al puerto de Buenos Aires

El cardenal legado desembarca del Conte Grande

El cardenal Pacelli y el presidente argentino Justo

El cardenal Pacelli y el presidente argentino Justo

El cardenal legado saliendo del palacio de gobierno

Multitud en la avenida de mayo da la bienvenida al cardenal legado

Séquito de Su Eminencia el cardenal legado Pacelli

El cardenal Pacelli venera la reliquia del beato Roque González

La gran Cruz de Palermo: corazón del Congreso

La nación argentina ante el trono de Dios


Vista nocturna de la gran Cruz de Palermo


Inauguración de la primera jornada

Vista aérea de la muchedumbre

Parte del gran coro de seminaristas con 560 voces

El cardenal legado al final de la primera jornada

Prelados asistentes

Hora Santa en la Catedral la noche del 10 de octubre


Este hermoso reportaje gráfico del XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires de 1934 lo debemos a nuestro delegado en Argentina, D. Walter Gómez, a quien vaya nuestro profundo agradecimiento.


Homilía de la Misa en memoria de Pío XII, celebrada en Barcelona, el 9 de octubre de 2009



Pronunciada por mossèn Francesch Espinar i Comas, párroco de San Juan Bautista de Barcelona, en la iglesia parroquial de San Juan María Vianney, el 9 de octubre de 2009.


En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

Reverendo Padre Mariné, hermanas y hermanos todos:

Hace medio siglo acababa la peregrinación terrestre de Pío XII, un papa que marcó época y puede ser considerado entre los más grandes de los tiempos modernos. Algunos de los que están aquí presentes lo recuerdan como el papa de su niñez y juventud, crecieron a la luz y bajo la sombra de su largo pontificado de casi veinte años, fueron, por así decirlo, católicos de una era de esplendor del Catolicismo, que podemos con justicia llamar “pacelliana”. Otros nacimos después de su muerte, pero llegamos a conocerlo y a admirarlo gracias a nuestros padres y abuelos y a que su influjo en la vida de la Iglesia no sólo no se ha apagado, sino que se hace cada vez más vigente hoy, cuando el tiempo va poniendo a los personajes y los acontecimientos de la difícil época postconciliar en su justa perspectiva, gracias a la sabiduría del Santo Padre Benedicto XVI, felizmente reinante.

Las modas pasan, lo clásico queda. Y esto no es cierto sólo referido al Arte o a toda manifestación de la creatividad humana: también lo es respecto de las creencias, de la fe. La Iglesia cuenta con la Tradición como criterio de lo que es perenne y de lo que es efímera producción del capricho humano. Pero, ¡ojo!, “Tradición” no significa mero conservadurismo ni inmovilismo. La Tradición es ese padre de familia del Evangelio que saca de su tesoro cosas nuevas y antiguas. La misma palabra “traditio”, significa “transmisión”, “entrega”. Pero no se transmite ni se entrega sino lo que previamente se considera que puede servir en el futuro. Lo demás, lo inútil o lo estropeado se descarta. Así pues, la Tradición selecciona en cada momento lo que vale la pena que sea transmitido a las generaciones sucesivas y deshecha lo que sólo puede constituir un lastre, que quizás fue útil en su momento, pero ahora ya no funciona.

Esta consideración nos lleva a concluir que Pío XII no fue un papa conservador ni inmovilista, pero fue un papa tradicional, en el mejor de los sentidos, pues preservó la fe como el que más, pero estuvo siempre atento a las exigencias de los tiempos y a las necesidades de los fieles. El mismo pontífice que se sometía al antiguo y fastuoso ceremonial papal, apareciendo como una figura mayestática de otros tiempos, era el mismo que asombraba a sus auditorios más selectos y exigentes con alocuciones de la mayor actualidad y competencia en los temas más diversos. Podría citar innumerables ejemplos de cómo Pío XII fue un adelantado en diferentes aspectos del catolicismo: en materia litúrgica y sacramental, en la internacionalización del Sacro Colegio y de la Curia Romana, en la promoción de nuevas formas de vida consagrada, en el fomento del apostolado seglar, en la conveniencia de una opinión pública en la Iglesia, en la importancia que atribuyó a los modernos medios de comunicación de masas, en la renovación de los estudios bíblicos y un largo etcétera.

Pero quiero centrarme en algo que me parece de una especial importancia: la actividad misionera de la Iglesia. Pío XII fue el Papa de las Misiones, a las que dio lo que podemos considerar su “magna carta”: la encíclica Fidei donum, la conmemoración de cuyo quincuagésimo aniversario en 2007 abrió las celebraciones del año pacelliano 2008-2009 que estamos concluyendo. Como decía el sacerdote mercedario que pronunció la brillante conferencia de aquel día, este documento del papa Pacelli fue un revulsivo para todos los misioneros y los conmovió profundamente. Lo que venía a decir el Santo Padre era que el don de la Fe debía comunicarse a todas las gentes para extender el reinado de Jesucristo y edificar la ciudad de Dios ya en este mundo, contribuyendo así a una auténtica promoción humana. Pío XII sostenía que la Iglesia es misionera por vocación y que las misiones, en consecuencia, son cosa de todos, cada uno según sus posibilidades, y en ellas se colabora mediante la oración y el sacrificio, la cooperación económica y el fomento de vocaciones misioneras. En aquellos años el Papa miraba especialmente al África y sabe Dios que sus desvelos por ella dieron óptimos frutos. El sínodo de África, que tiene lugar actualmente en Roma, es testimonio de la abundante cosecha que produjo la intensiva siembra de la Fe en ese continente tan golpeado pero tan esperanzador en tiempos de Pío XII, que siguió en ello las huellas de sus predecesores, especialmente su amado mentor Pío XI.

Eugenio Pacelli estaba imbuido de la gran idea de Cristiandad, quería que la Iglesia estuviera presente y fuera pujante en todos los rincones de la Tierra para la conquista espiritual de un mundo roto por los egoísmos y las guerras. De hecho, después de la Segunda Guerra Mundial, fue el Catolicismo la fuerza más dinámica para la reconstrucción de Europa y de la civilización. Esa idea de Cristiandad, que compartía con el papa Ratti (cuyo lema era “Pax Christi in Regno Christi”), fue la que inspiró no sólo su pontificado, sino, ya antes, su labor al servicio de la Santa Sede, como diplomático y, sobre todo, como Secretario de Estado. En este sentido, sus viajes como legado pontificio de Pío XI tienen especial significación. Hoy me quiero referir concretamente al que hizo en 1934 para asistir, como representante del Papa, al XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires, y lo hago por dos motivos: porque este año se cumple el 75º aniversario de tan magno evento y del paso del entonces cardenal Pacelli por nuestra querida ciudad de Barcelona rumbo a la Argentina y viniendo de ella, y porque está hoy entre nosotros, como invitado de honor, alguien que fue testigo presencial de esa breve visita y tuvo la oportunidad de saludar al ilustre purpurado: el R.P. José Mariné Jorba.

La Iglesia Católica en Hispanoamérica se había resentido del sistema del regio patronato, que interponía a la Corona Española como intermediario necesario –y, a veces, incómodo– entre ella y Roma. Al producirse la independencia de las naciones que habían formado el Imperio Español en América, muchos obispos, fieles a la metrópoli, se marcharon de vuelta a la Península, dejando a la Santa Sede en una posición incómoda frente a los nuevos regímenes, algunos de los cuales eran francamente hostiles a la Iglesia. Aunque Roma obró con la máxima prudencia y acabó aceptando la realidad de los hechos, lo cierto es que las iglesias de los distintos países no tenían una fluida comunicación con ella ni entre sí. El Congreso de Buenos Aires, con la presencia de un legado papal (cosa extraordinaria en una época en la que los Papas no viajaban y los cardenales eran relativamente pocos, lo que aumentaba su prestigio), fue una magnífica ocasión para que se reunieran los prelados del Nuevo Mundo y compartieran unos días de intensa comunión eclesial. Además, muchos otros dignatarios del Viejo Continente y del resto del mundo se hallaron también presentes, mostrando la universalidad de la Iglesia. El Congreso, pues, constituyó una experiencia extraordinaria para el catolicismo americano, cuya importancia puede parangonarse a la de la celebración del Concilio Limense III, que a finales del siglo XVI organizó el catolicismo en las tierras recién incorporadas a España.

La presencia del cardenal secretario de Estado Pacelli en América fue un acontecimiento que dejó indeleble impronta en los ánimos de todos: grandes y humildes, jefes de Estado y de Gobierno y súbditos, altos prelados y fieles sencillos… La misma que dejaría a su paso por Barcelona. Dos veces estuvo aquí: la primera el 25 de septiembre de 1934, a la ida (realizaría otra escala en Las Palmas de Gran Canaria antes de lanzarse a la travesía del Atlántico), y otra el 1º de noviembre siguiente, a la vuelta, invitado por el General Domingo Batet, capitán general de Cataluña (que acababa de sofocar con el mínimo de destrucción y violencia la insurrección de la Generalitat que había tenido lugar a principios de octubre). Fue en la primera de esas ocasiones cuando, conducido al puerto por su obispo (el futuro mártir monseñor Manuel Irurita) junto con sus otros condiscípulos, tuvo el joven seminarista menor José Mariné la preciosa oportunidad de saludar al cardenal legado de Pío XI. La impresión que aquél tuvo de la majestad y el ascetismo del estilizado príncipe de la Iglesia quedó para siempre grabada en su espíritu y reforzaría a buen seguro su vocación. Pasadas las vicisitudes de la Guerra, el seminarista Mariné logró culminar los estudios del seminario y su preparación y fue ordenado en 1944 por el Dr. Gregorio Modrego y Casaus, arzobispo eminentemente pacelliano, que protagonizaría otro memorable Congreso Eucarístico Internacional: el de Barcelona de 1952, convocado y llevado a cabo en completa sintonía con Eugenio Pacelli, convertido en el papa Pío XII.

Puede decirse que el sacerdocio de Mossèn Mariné se moldeó y adquirió su carácter definitivo teniendo a la vista estos dos grandes ejemplos de sacerdotes y pastores: Pío XII y el arzobispo Modrego. Los primeros catorce años de su ministerio coinciden con la época dorada de ambos pontificados. Y nuestro querido padre espiritual fue un discípulo ciertamente aventajado. Por allí por donde pasó dejó un recuerdo imborrable: por su caridad, por su dedicación, por su celo por las almas. No es necesario abundar en el encomio porque todos los que lo conocen saben perfectamente de la calidad humana y sentido cristiano de Mossèn Mariné, en quien saludamos a un sacerdote ejemplar, que a sus casi noventa años (que cumplirá en tres días, en la fiesta del Pilar), sigue en la brecha del buen combate por Dios y por la salvación de las almas, como eterno misionero en el estilo y el espíritu de Pío XII. Que Dios le premie, querido Don José, por ser apoyo y modelo de tantos sacerdotes, por ser solícito con tantos feligreses, por ser caritativo con tantos necesitados y por su incomparable apostolado para con los moribundos.

Con este triple recuerdo y homenaje: el del gran papa Pío XII, el del XXXII Congreso Eucarístico de Buenos Aires y el paso del cardenal Pacelli por Barcelona, y el de Mossèn Mariné, prosigamos la Santa Misa, que celebramos en el rito romano clásico, que tanto ilustró el papa Pacelli con su encíclica Mediator Dei y que nuestro Santo Padre Benedicto XVI quiere que vuelva a tener el puesto que le corresponde en la vida de los católicos, rito que, por cierto, siempre ha celebrado el Padre Mariné, sin ninguna rebelión ni espíritu de discordia, sino con la serenidad de quien está en consonancia con los Romanos Pontífices y siente con la Iglesia.

Ave María Purísima.

8 de octubre de 2009

Argentina se prepara para conmemorar el Congreso Eucarístico de Buenos Aires de 1934



Nuestro buen amigo platense y delegado del SIPA para la Argentina, Walter Gómez, ha tenido la gentileza de hacernos llegar un interesante artículo aparecido ayer en el boletín AICA refiriéndose a la inminente conmemoración del 75º aniversario del Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires. En él se reproduce la crónica que hizo un testigo de excepción del magno acontecimiento: Hugo Wast. Por su gran interés testimonial reproducimos lo publicado por AICA, que servirá, además, como preludio a la serie de artículos que dedicaremos a partir de mañana a esta importantísima efeméride.


En el 75º aniversario recordarán la comunión de los niños


Mañana, jueves 8 de octubre la Junta de Historia Eclesiástica Argentina conmemorará, en un acto que tendrá lugar a las 18.30 en el auditorio del Banco de la Ciudad (Esmeralda 660), el XXXII Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Buenos Aires en octubre de 1934, y del que se cumplen ahora 75 años.

Uno de los actos más significativo de aquel acontecimiento, fue la Primera Comunión de miles de niños que se prepararon para ese día desde comienzos del año. En ese tiempo, según la recomendación del papa San Pío X, la primera comunión se recibía a los 7 años.

El responsable de prensa de aquel Congreso, el novelista católico Gustavo Martínez Zuviría, más conocido por su seudónimo Hugo Wast (foto), en uno de sus libros narra lo ocurrido ese día, que él presenció desde la plataforma donde se celebraron las misas al pie de la gran cruz del Congreso. A continuación damos un trozo de ese relato.


El día de la Comunión de los niños

Los perfumes del bosque, renovados por la primavera incomparable, ascendían en el aire purísimo, semejantes al humo de un incensario.

Y allí, cortando el cielo sin la más ligera nube, la Cruz, maravillosa de genio, férrea en su estructura, mas de tal manera graciosa y alada, que parecía hecha de nieve. Adentro de su enorme caparazón blanca se ocultaba el Monumento de los Españoles. España venía a quedar así, providencialmente, en el lugar que le ha dado su historia, en el corazón de la Cruz.

A las siete no había un alma en el vasto anfiteatro. Dos o tres figuras negras se movían sobre la alta plataforma, cerca de los cuatro altares en que los cardenales celebrarían la misa. Subí la escalinata y escuché la conversación que mantenían en francés aquellos señores, llegados para las fiestas y sin duda testigos de otros congresos en otras naciones:

-Los argentinos son muy optimistas, y anuncian grandes cosas. ¡Vamos a ver! Son las siete de la mañana, y aquí no hay nadie. ¿Los cree usted capaces de concentrar los ochenta mil niños que deben comulgar en la misa de las ocho?

El que oía, un sacerdote, no ocultó su inquietud, pero respondió así:

-Ellos afirman que a la hora de la misa estarán aquí los ochenta mil niños.

-¡Imposible! Ni ochenta, ni cincuenta, ni veinte. ¿Calcula usted lo que es traer dos mil camiones y tranvías desde los extremos de una ciudad como ésta, más extensa que París y que Londres, y concentrarlos en un solo sitio, en los sesenta minutos que faltan?

-¡Realmente! Pero ellos…

-Yo he visto movilizar cuerpos de ejército. El sólo esfile de diez mil soldados exige dos o tres horas… ¿Cómo piensan concentrar en una, ochenta mil niños? ¡Sería un milagro!

-Esperemos, pues, el milagro -respondió el sacerdote.

Di vuelta alrededor de la Cruz. De pronto, desde aquella plataforma que dominaba un enorme espacio, se vieron aparecer las cabezas de las primeras columnas. De todos los rumbos, por calles y avenidas, se aproximaban centenares de automóviles, tranvías, camiones, repletos de chiquillas vestidas de blanco y de muchachos con trajes domingueros y moño al brazo. Y aquella cohorte se movía y avanzaba como un mecanismo perfecto ensayado cien veces. Era una visión estupenda.

-¡He ahí el milagro! -exclamó, atónito, el sacerdote. A las ocho en punto, los innumerables bancos de las avenidas se llenaron con graciosos enjambres de criaturas, bajo el brillante sol de octubre, que hacía resplandecer las velas, y los ojos, y las almas. ¡Ciento siete mil niños! ¡Veintisiete mil más de los calculados!

Descendía de la plataforma, pero me detuve impresionado por el cuadro bellísimo; y en ese minuto las cuatro graderías de la Cruz quedaron ocupadas por dignatarios de la Iglesia, con ornamentos litúrgicos, y sacerdotes de sobrepelliz. No pude ni retroceder, ni avanzar, y me encontré acorralado.

Ya sobre los altares, donde cuatro cardenales empezaron a celebrar la misa, resplandecieron trescientos copones colmados de hostias que iban a ser consagradas.

[Aún no existía la concelebración, por eso hubo cuatro misas simultáneas celebradas por sendos cardenales, sobre cuatro altares que miraban hacia los cuatro rumbos donde estaban ubicados los niños. Nota de AICA]

Desde la torre de comando, un locutor iba describiendo la ceremonia, y su frase ferviente se esparcía por el mundo.

Los cien mil niños arrodillados formaban una cruz clara y viviente en medio de la muchedumbre oscura y densa, más de un millón de personas, que cubría los jardines.

Llegó la Consagración. El locutor anunció que dentro de breves instantes, por las palabras del celebrante, aquel pan y aquel vino se convertirían en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Augusto silencio recibió sus palabras.

Poco después vi descender por las gradas los trescientos sacerdotes de estola y sobrepelliz, llevando el copón, cubierto de un corporal para que el viento no arrebatase las sagradas hostias. Muchos ocuparon los automóviles que los aguardaban, porque debían dar la Comunión a niños que distaban centenares de metros.

Cuando ya las misas habían concluido, los sacerdotes proseguían distribuyendo la Comunión, con un orden maravilloso. Media hora después, todos los niños, sin moverse de su lugar, habían comulgado y daban gracias repitiendo la oración que, como otro pan celeste, distribuía el locutor desde su torre. Y todo se realizó en menos de hora y media.

"¡Esto es el paraíso!"

El micrófono entonces anunció al Legado del papa Pío XI, el cardenal Eugenio Pacelli [quien antes de cinco años sería el papa Pío XII], que apareció al extremo de la Avenida Alvear [hoy avenida del Libertador], bendiciendo al pueblo. Pasó maravillado en medio de los cien mil pequeños comulgantes, que lo vitoreaban agitando banderitas papales y argentinas, se llenaron de lágrimas sus oscuras pupilas, y exclamó: ¡Esto es el paraíso!


Buenos Aires, 7 de octubre de 2009 (AICA)