9 de febrero de 2010

Pío XI y Pacelli: dos estilos, pero el mismo amor a la Iglesia

Fides intrepida


- Achille, Achille, Achille…

Tres veces pronunció el nombre de pila del Papa el cardenal Pacelli, camarlengo de la Santa Iglesia Romana. Pío XI no respondió. Era el 10 de febrero de 1939 y su cuerpo yacía yerto sobre el lecho de doliente en los apartamentos papales en el Palacio Apostólico. Al silencio del pontífice siguió una declaración pronunciada en voz solemne por el purpurado, en la que se adivinaba un acento de dolor:

- Vere Papa mortuus est!

Sí, Achille Ratti estaba realmente muerto. Eugenio Pacelli no sólo lloraba la pérdida del Papa: lloraba a su Papa. En efecto, entre Pío XI y su secretario de Estado se había establecido una relación que trascendía la dedicación común por los intereses de la Iglesia o la mera simpatía. Se trataba de un verdadero afecto paterno-filial. Es más: el Papa había preparado conscientemente al Cardenal para sucederle en el sacro solio y lo había dado a entender a todo el mundo. “Farà un bel Papa!” solía decir refiriéndose al tímido Pacelli, a quien hizo viajar por Europa y a las dos Américas para foguearlo en el trato con los grandes de la Tierra.

Es fama el fuerte carácter de Pío XI, que hacía temblar a los monseñores de la Curia Romana y al personal del Palacio Apostólico. La impaciencia del Papa frente a una muestra de negligencia o incompetencia era de sobra conocida y bien se cuidaban todos de provocarla. El único capaz de dulcificar al Santo Padre (y con quien éste nunca se enojaba) era Pacelli. Bien es verdad que era irreprochable: había aprendido en sus largos años de vida curial y diplomática a no cometer deslices y a ser exacto y diligente. El único error que podía achacársele fue la pérdida de un importante expediente relativo a la codificación canónica de la Iglesia en tiempos de Benedicto XV, pero aprendió la lección.


10 de febrero de 1939: Pío XI ha muerto

Nadie se llamó a sorpresa cuando, semanas más tarde, Eugenio Pacelli emergió del cónclave convertido en Pío XII. Había aprendido a ser papa al lado del formidable Ratti (como Pablo VI aprendería a ser papa al suyo). Como él, no quería asesores sino ejecutores. Se asumió toda la reponsabilidad y el peso íntegro del gobierno de la Iglesia, pero, a diferencia de su predecesor, durante la mayor parte de su pontificado no tendría ni querría un secretario de Estado, que le descargara de buena parte de las responsabilidades. A la muerte del cardenal Maglione, reaccionaría como Luis XIV a la de Mazarino: gobernaría solo. Pero esto es otra historia.

Aquí nos interesa examinar un argumento que suelen usar los denigradores de Pío XII como sostén de su acusación de cobardía y pusilanimidad: el de una supuesta contraposición con Pío XI. Según ellos, éste habría sido un pontífice intrépido, que se habría enfrentado a los totalitarismos de la época, en tanto su sucesor se habría mostrado apocado y condescendiente con ellos. Aseguran que si al primero le hubiera tocado vivir las circunstancias por las que atravesó Pío XII, hubiera procedido de modo muy distinto al de éste. Pero ¿es esto cierto?

De entrada hay que admitir que Pío XI y Pío XII son papas con dos personalidades y dos estilos distintos: el uno vehemente y combativo; el otro reflexivo y prudente. Pero estas diferencias no impidieron en modo alguno que hubiera un buen entendimiento y una admiración recíproca entre ambos. Quizás Achille Ratti veía en Eugenio Pacelli las características que podían contribuir a equilibrar su natural ímpetu para el mayor bien de los intereses de la Iglesia. Lo que sí está claro es que a Pío XI le desagradaban profundamente la vileza y la debilidad de carácter y es claro que si hubiera detectado cualquiera de estas cosas en Pacelli, nunca lo habría llamado para ser su secretario de Estado, ni lo hubiera creado cardenal ni mucho menos le hubiera otorgado su plena confianza y dispensado su predilección.

Las circunstancias en las que vivieron los dos papas no fueron idénticas: hubo una guerra de por medio. Y no una guerra cualquiera. La segunda conflagración mundial fue no sólo la más cruenta de la Historia, sino aquella en la que se colmó hasta rebasar el vaso de la crueldad humana. Ésta llegó a límites inimaginables, hasta el punto que el mayor de los escépticos podría tomar pie de ella para admitir la existencia del demonio. Y es que tanto el nazismo como el bolchevismo tenían un siniestro trasfondo luciferino. ¿Qué hubiera hecho Pío XI en el lugar de Pío XII? No es fácil saberlo, aunque hay razones para pensar que no habría actuado de modo diferente en substancia al de su sucesor.

Creación cardenalicia de Pacelli y otros cinco
cardenales en diciembre de 1929

Achille Ratti podía ser audaz, pero no era ningún irresponsable y, desde luego, no habría puesto en peligro –por un afán de justificación personal– a millones de seres humanos, desafiando a un loco furioso como era Hitler. Desde luego con Mussolini –que no puede compararse en grado de maldad al Führer– aguantó todo lo que pudo para no perjudicar a la Acción Católica, objeto del hostigamiento del régimen, que pretendía acabar con ella. Se sabe que el Papa quería aprovechar el décimo aniversario de la Conciliazione para hacer una pública denuncia contra aquél delante de todos los obispos italianos, pero la muerte se lo impidió. Sin embargo, en diez años de sistemáticas violaciones de los Pactos Lateranenses, salvo la encíclica Non abbiamo bisogno (1931), Pío XI observó una paciencia para con el Duce que, a los ojos de quien no comprendiera la situación, podría parecer condescendencia. Pero estaba en juego el bien de las almas y por él, como dijo una vez, el Papa estaba dispuesto a negociar hasta con el Diablo en persona.

Así que si Pío XI hubiera sido el papa de la guerra, probablemente –aunque muy a su pesar– no le hubiera plantado cara a Hitler. De hacerlo, no le habría quedado otra opción que correr a refugiarse a Londres o caer en manos del tirano. Pero ello en nada habría favorecido a las víctimas de la persecución: todo lo contrario. Fue ése el dilema de Pío XII, que escogió la prudencia como la mejor cobertura para una ayuda eficaz a los proscritos. Es muy cómodo ser héroe desde el exilio, al modo del general De Gaulle; lo difícil es ser héroe en silencio. Lo fueron, por ejemplo, muchos funcionarios de la Francia ocupada, miembros secretos de la Resistencia, que gracias a haberse callado y haber disimulado pudieron favorecer la lucha contra los nazis.

Hay un indicio interesante sobre qué hubiera pensado Pío XI sobre la posición de su sucesor ante el nazismo y al que no se presta la suficiente atención: el cardenal Eugène Tisserant tenía un temperamento muy parecido al del papa Ratti (al que profesaba gran admiración), hasta el punto de ser conocido como “el León de Lorena” (en efecto, había nacido en Nancy, la capital de esa castigada región de Francia). En muchas cosas no anduvo de acuerdo con Pío XII y así lo manifestó en más de una ocasión y sin pelos en la lengua. Sin embargo, ni una palabra de crítica acerca de una actitud supuestamente silenciosa de Pacelli durante el período bélico. En el libro que el fiel secretario del cardenal, Mons. Gilles Roche, escribió sobre este papa basándose en las memorias inéditas que aquél le confió (y que fueron objeto, por cierto, de una rocambolesca historia), no hay ninguna frase de censura o reproche para la actuación del pontífice.

Imagen de la Conciliazione: pacto necesario
para garantizar a la Iglesia su soberanía


Pero veamos ahora las concretas actuaciones de Pacelli al lado de Pío XI como secretario de Estado. En primer lugar, abordemos la cuestión de la política concordataria de la Santa Sede, que se achaca a la mentalidad diplomática y juridicista del primero, que supuestamente habría prevalecido sobre su sentido pastoral. En especial, se cargan las tintas por la firma del Concordato con el Reich Alemán en 1933. No se reflexiona en el hecho de que la política de concordatos es anterior a la llegada del cardenal Pacelli al tercer piso del Palacio Apostólico. Bajo la supervisión de Pío XI y el cardenal Gasparri se celebraron los siguientes: con Letonia, Polonia, Rumanía, Lituania, Checoeslovaquia, y los länder alemanes de Baviera y Prusia, además de los Pactos Lateranenses (que incluían el Concordato con Italia). De la época Pacelli sólo datan, en cambio, los concordatos con Baden, Austria, Alemania y Yugoeslavia. La concordataria fue, pues, una política decidida por Achille Ratti, con el objeto de proporcionar a la Iglesia un instrumento legal para defender sus derechos y a sus hijos.

El caso concreto del concordato con el Tercer Reich se ha tergiversado. En primer lugar, no constituyó ninguna aprobación del régimen nazi, el cual, por otra parte, acababa de llegar al poder y no había tenido tiempo de mostrarse en toda la crudeza de su perversión. Las mismas democracias europeas (Francia y Gran Bretaña) aún en 1938 – cuando ya se había manifestado la política racista y antisemita alemana y se había verificado el Anschluss– creían que era posible contener a Hitler y negociar con él. En segundo lugar, el concordato no fue buscado por la Santa Sede sino pedido por Hitler, el cual envió al vicecanciller, el católico Franz von Papen, a negociarlo sobre la base de un borrador de la época de la República de Weimar que había quedado archivado. El propósito del Führer era ganar prestigio para su recién estrenado gobierno siendo así que no tenía la menor intención de respetar lo pactado (por eso dio instrucciones a von Papen de ser largo en concesiones). Ni Pío XI ni el cardenal Pacelli se hacían ilusiones sobre el concordato con Alemania, pero al menos, como confiaron al embajador francés Charles-Roux, disponían de una base jurídica firme sobre la que protestar y con la que defender los derechos de la Iglesia y de los católicos alemanes.

Otra acusación que se le hace a Pío XII es su germanofilia, la cual le habría predispuesto a ver con simpatía la ascensión del nazismo al poder como una alternativa al comunismo. En general, se opone un Pacelli de derechas y tendencias autoritarias a un Pío XI de simpatías más bien demócratas. Si bien es verdad que este último fue un adversario decidido de los grandes totalitarismos (fascismo, nazismo y comunismo) no era un entusiasta del republicanismo liberal, que no había sabido enfrentarse al problema social (lo que, en parte, había favorecido la ascensión de esos mismos totalitarismos) y había degenerado, en algunos casos, en sectarismo antirreligioso (Méjico y España). La encíclica Quadragesimo anno (1931) revela más bien un ideario social y político de tipo corporativista, basado en el principio de subsidiariedad. No es extraño, pues, que el Estado novo implantado en Portugal por Oliveira Salazar y basado ese mismo sistema, fuera visto con buenos ojos por Pío XI.


Pío XI y su amado secretario de Estado:
una misma voluntad al servicio de la Iglesia



En cuanto a Eugenio Pacelli, ciertamente sentía una gran simpatía hacia Alemania, pero ¿podía reprochársele después de haber pasado doce años allí? El sentido de la disciplina, del método y del orden proverbial del espíritu teutón era el que más se adaptaba a su personalidad. Su extraordinario dominio de la lengua de Goethe le permitió, por otra parte, forjarse una sólida cultura alemana. Ahora bien, hablar de germanofilia por este hecho parece excesivo y lo es mucho más el deducir de ello una supuesta simpatía por el nazismo, ni siquiera como una alternativa al comunismo (de cuyos efectos había sido testigo en 1919 durante la revolución roja en Baviera, como el nuncio Ratti lo sería, por cierto, al año siguiente, cuando la Rusia soviética invadió Polonia). El futuro Pío XII admiraba, en cambio, a la sociedad norteamericana, que había sabido cimentar un sistema estable y democrático de gobierno sin caer en los prejuicios y extremos del liberalismo europeo. De hecho, en 1936 emprendió una gira de carácter privado (aunque con la anuencia de Pío XI) por los Estados Unidos, país donde causó admiración y entusiasmo y de donde regresó a Roma con buenas y duraderas amistades, especialmente la del presidente Roosevelt (que, hecho sin precedentes, enviaría un representante personal ante Pacelli convertido en Pío XII).

Ahondando en la supuesta propensión favorable al nazismo por parte de Pacelli, conviene recordar unos cuantos hechos. Primeramente, el nuncio en Munich fue de las pocas personalidades destacadas de la época que se tomó la molestia de leer Mein Kampf, libro del cual sacó la más desagradable de las impresiones, considerándolo un peligro en potencia, según el testimonio de la Madre Pascualina Lehnert, gobernanta de la nunciatura. También se debe considerar el hecho elocuente de la estrecha amistad que ligaba al cardenal Pacelli con los obispos alemanes más combativos del régimen hitleriano: el cardenal Michael von Faulhaber de Munich, el beato Clemens August von Galen, obispo de Münster y el obispo Conrad von Preysing de Berlín. Además, el antinazismo del secretario de Estado de Pío XI está suficientemente acreditado por la encíclica Mit brennender Sorge (1937), obra personal de Pacelli en colaboración con el cardenal Faulhaber, como lo prueban las minutas originales del documento con anotaciones de puño y letra de aquél. Es sabido, además, que cuando felicitaban al Papa por la encíclica, se volvía en dirección suya y decía, señalándole: “de él es el mérito”. En fin, no debe soslayarse la enérgica reprimenda de la que fue objeto el cardenal Innitzer de Viena, mandado llamar a Roma por Pacelli para pedirle explicaciones de su actitud benévola hacia el Anschluss.

Queda la cuestión de la famosa “encíclica fantasma” contra el racismo que Pío XI habría querido publicar impidiéndoselo la muerte. Se ha reprochado a Pío XII el haberla desechado para no provocar las iras de Alemania, contribuyendo así a la persecución de los judíos y de las minorías étnicas. Es cierto que Achille Ratti tenía en mente hacer una declaración formal sobre el tema de la discriminación racial y en junio de 1938 encargó al jesuita estadounidense John LaFarge la preparación del documento, que se llamaría Humani generis unitas. El religioso trabajó en ello todo el verano y al regresar a su país entregó el borrador al director de La Civiltà Cattolica para que lo hiciese llegar al Papa. Ahora bien, era evidente que lo que había escrito el P. LaFarge estaba muy lejos de constituir un texto definitivo. El buen jesuita, aunque firmemente adversario de la teoría de la distinción de razas y del antisemitismo, pagaba tributo a ser hijo de su época y no desdeñó recoger algunos argumentos del tradicional antijudaísmo religioso presente en el cristianismo (que, por otra parte, la Santa Sede estaba lejos de compartir). Desde luego, el texto no era, ni con mucho, una anticipación de Nostra Aetate. Pío XI, que había declarado públicamente que “espiritualmente todos somos semitas”, si lo leyó, ciertamente lo descartaría. De haber autorizado Pío XII su publicación hoy lo acusarían de intolerante y antisemita.

Última audiencia de Pío XI (3.II.1939)


Un último punto, al hilo precisamente de este nuevo aniversario de la muerte de Pío XI. Ésta fue atribuida a Mussolini, el cual, para impedir que el Papa denunciara públicamente al régimen fascista en medio de las conmemoraciones del décimo aniversario de los Pactos Lateranenses, habría encargado al arquíatra pontificio Dr. Giuseppe Petacci (padre de su amante Claretta) que administrara una inyección letal al ya debilitado y prácticamente moribundo pontífice, el cual rogaba a Dios tan sólo un día más de vida para llevar a cabo su cometido. La especie fue difundida muchos años después por el cardenal Tisserant, pero desmentida vivamente por el cardenal Carlo Confalonieri, que en 1939 era chambelán privado de Pío XI y estuvo velando en todo momento junto a él durante su agonía. Por otra parte, ni Mons. Mario Nasalli Rocca di Corneliano, también chambelán privado, ni el maestro de cámara Mons. Antonio Arborio Mella di Sant’Elia, ambos personajes inmediatos al entorno papal, mencionan la cosa en sus memorias.

Lo cierto es que Eugenio Pacelli sucedió de manera natural a Achille Ratti (que es lo que éste deseaba y los cardenales consideraron oportuno). Ambos pontificados pueden considerarse juntos sin solución de continuidad. Los grandes planes de proyección universal de la Iglesia que tuvo Pío XI se vieron realizados magníficamente durante el reinado de su sucesor: la gran expansión misionera, la promoción del clero autóctono, la independencia y prestigio de la Santa Sede, el fomento del apostolado de los laicos, el uso de las nuevas tecnologías al servicio de la religión… Eran, sí, dos papas y dos estilos, pero compartían un mismo amor a la Iglesia y un solo designio de servir a Dios y salvar almas.



4 de febrero de 2010

Un periódico israelí publica artículo en defensa de Pío XII


Un archicalumniado pontífice

Según comenta L’Osservatore Romano en su edición del 1-2 de febrero pasado, el artículo de Bernard-Henri Lévy, en el que se parangonaba a los papas Pío XII y Benedicto XVI como chivos expiatorios ante la opinión pública, ha encendido el debate. Curiosamente en España fue publicado por un medio nada sospechoso de parcialidad a favor de Eugenio Pacelli o de Joseph Ratzinger: El País (edición del 24 de enero último). Pero no es la única sorpresa: un periódico israelí había publicado el 22 otro artículo, esta vez del periodista Dimitri Cavalli, especializado en Pío XII, en el cual asume una decidida defensa del Papa contra las acusaciones más difundidas en su contra. El diario Haaretz contribuye de esta manera a disipar el mito de una supuesta unanimidad en el seno del mundo judío en el rechazo de la figura de Pío XII. Algo se empieza a mover en sentido positivo después de casi medio siglo de calumnias…

por: Dimitri Cavalli*

Algunas cosas no cambian nunca. La controversia sobre las acciones del papa Pío XII durante la Segunda Guerra Mundial se ha vuelto a encender al firmar Benedicto XVI un decreto afirmando que su predecesor demostró “virtudes heroicas” durante su vida. Cuando el domingo pasado el Papa visitó la Gran Sinagoga de Roma, Riccardo Pacifici, presidente de la comunidad judía romana le dijo: “El silencio de Pío XII frente al Holocausto duele todavía como un acto frustrado”.

No es la primera vez que el papa del período bélico, que está ahora más próximo a la beatificación, es acusado de haber mantenido silencio durante el Holocausto, de haber hecho poco o nada para ayudar a los judíos y hasta de haber colaborado con los nazis. ¿En qué medida, admitiendo que la haya, estas acusaciones, repetidas desde principios de los años Sesenta, están avaladas por pruebas?

El 4 de abril de 1933, el secretario de Estado vaticano, cardenal Eugenio Pacelli, ordenó al nuncio apostólico en Alemania ver qué se podía hacer para contrarrestar las políticas antisemitas del nazismo.

En nombre del papa Pío XI, el cardenal Pacelli redactó el borrador de una encíclica bajo el título Mit brennender Sorge (Con grave preocupación), que condenaba las doctrinas nazis y la persecución de la Iglesia Católica. La encíclica fue introducida ilegalmente en Alemania y leída desde los púpitos de las iglesias católicas el 21 de marzo de 1937.

Aunque algunos críticos con el Vaticano liquiden la encíclica como una especie de blanda reprimenda, los alemanes la consideraron una amenaza a su seguridad. Por ejsemplo, el 26 de marzo de 1937, Hans Dieckhoff, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, escribió que “la encíclica contiene ataques durísimos al gobierno alemán, exhorta a los ciudadanos católicos a rebelarse contra la autoridad del Estado y, por lo tanto, es una tentativa de poner en peligro la paz interna”.

Tanto la Gran Bretaña como Francia habrían debido interpretar el documento como una puesta en guardia contra la posibilidad de otorgar confianza a Hitler o ceder ante él.

Después de la muerte de Pío XI, el 2 de marzo de 1939 fue elegido papa el cardenal Pacelli. Los nazis estaban descontentos con el nuevo pontífice, el cual tomó el nombre de Pío XII. El 4 de marzo, Joseph Goebbels, ministro alemán de Propaganda, escribió en su diario: “Almuerzo con el Führer. Está tomando en consideración la idea de abrogar el concordato con Roma a la luz de la elección de Pacelli al pontificado”. Durante la guerra, el Papa no permaneció ciertamente en silencio: en numerosas alocuciones y encíclicas defendió los derechos humanos para todos e hizo llamados a las naciones beligerantes para que respetasen los derechos de todos los civiles y de los prisioneros de guerra.

Al contrario de muchos de sus detractores de última hora, los nazis comprendieron muy bien a Pío XII. Después de haber examinado atentamente el mensaje de Pío XII en ocasión de la Navidad de 1942, la Oficina Central del Reich para la Seguridad concluyó: “Como no había sucedido antes, el Papa ha repudiado el Nuevo Orden Nacionalsocialista Europeo (…) Prácticamente acusa al pueblo alemán de injusticia contra los judíos y se hace portavoz de los criminales de guerra hebreos” (consulten cualquier libro de los que critican a Pío XII y no encontrarán la menor traza de este importante dato).

A principios de 1940, el Papa hizo de intermediario entre un grupo de generales alemanes que querían derrocar a Hitler y el Gobierno británico. Si bien la conspiración no llegó a concretarse, Pío XII se mantuvo en estrecho contacto con la resistencia alemana y supo de otros dos complots contra Hitler. En el otoño de 1941, a través de canales diplomáticos, el Papa se mostró de acuerdo con Franklin Delano Roosevelt sobre el hecho de que los católicos americanos podían apoyar los planes del Presidente para extender las ayudas militares a la Unión Soviética, invadida por los nazis. Con el consentimiento de la Santa Sede, John T. McNicholas (foto), arzobispo de Cincinnati (Ohio), pronunció un discurso –muy publicitado– en el que explicaba que la extensión de esas ayudas a los soviéticos estaba moralmente justificada porque se trataba de ayudar al pueblo ruso, que era víctima inocente de la agresión alemana.

En el curso de la guerra, enviados del Papa indicaron a menudo a los representantes diplomáticos vaticanos en muchas zonas ocupadas por los nazis y en los países del Eje que intervinieran a favor de los judíos en peligro. Hasta la muerte de Pío XII en 1958 muchas organizaciones, periódicos y líderes judíos alabaron sus esfuerzos. Por citar sólo uno de muchos ejemplos que podrían darse, Alexander Safran, Gran Rabino de Bucarest, escribió en una carta del 7 de abril de 1944 al nuncio apostólico en Rumanía: "No es fácil para nosotros encontrar las palabras justas para expresar el afecto y el consuelo recibidos gracias al interés del Sumo Pontífice, que dio una suma ingente de dinero para aliviar los sufrimientos de los deportados judíos (…) Los judíos de Rumanía no olvidarán jamás estos hechos de importancia histórica".

La campaña contra Pío XII está destinada al fracaso porque sus detractores no tienen ninguna prueba que sustente sus principales acusaciones contra él, a saber: que permaneció silencioso, que era favorable al nazismo y que poco o nada hizo para ayudar a los judíos. Quizás tenía que ocurrir en un mundo como el nuestro que el único hombre que, en el período bélico, hizo más que ningún otro líder para ayudar a los judíos y a otras víctimas del nazismo, recibe las más duras condenas.


*Dimitri Cavalli es un editor y escritor independiente, residente en Nueva York y colaborador en varios publicaciones.

Fuente original: Haaretz

Traducción española: RVR

2 de febrero de 2010

Cardenal Dezza: si Pío XII calló fue para no emperorar la situación de los perseguidos




La Buhardilla de Jerónimo publica la traducción castellana de un artículo aparecido en L’Osservatore Romano de ayer y que no es otro que el mismo que en el suplemento L’Osservatore della Domenica viera la luz allá por 1964 sobre el asunto de los “silencios” de Pío XII durante la Segunda Guerra Mundial. Su autor: el R.P. Paolo Dezza, S.I., estrecho colaborador del papa Pacelli y que había de serlo también de Pablo VI, guardando de ambos pontífices un recuerdo hondo e imborrable.

Antes de reproducir el artículo en cuestión conviene consignar aquí algunos datos biográficos del que murió cargado de años y de méritos siendo cardenal de la Iglesia Romana, el más anciano de su tiempo. Paolo Dezza nació en Parma el 13 de diciembre de 1901. A los 17 años ingresó en la Compañía de Jesús, estudiando sucesivamente en los noviciados de Madrid, Nápoles e Innsbruck. El 25 de marzo de 1928 fue ordenado sacerdote. Entre 1929 y 1932 formó parte del claustro de la Pontificia Universidad Gregoriana, en la que enseñó Filosofía. Delicado de salud, hubo de dejar Roma para marchar a Davos-Platz, permaneciendo en Suiza algunos años. Allí pronunció sus votos perpetuos como jesuita el 2 de febrero de 1935 (es decir, hace exactamente setenta y cinco años).

Habiéndose repuesto, fue nombrado provincial de la circunscripción jesuítica del Lombardo-Véneto, cargo que ejerció entre 1935 y 1939. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial volvió a Roma, siendo nombrado por Pío XII rector de la Gregoriana el 5 de agosto de 1941. Tuvo trato asiduo con este Papa, que, como veremos más adelante, le hizo interesantes confidencias en pleno drama bélico. Al finalizar el conflicto, fue el P. Dezza quien bautizó al que había sido Gran Rabino de Roma, Israel Zolli, el cual, como agradecimiento al Papa por todo lo que había hecho por los judíos durante la persecución nazi, tomó el nombre de Eugenio (aunque su conversión, como es sabido, se debió a su personal itinerario espiritual, que había ido madurando desde hacía años). Zolli, invitado por el rector de la Gregoriana, trabajó en ella hasta el fin de sus días.

Quizás el mayor timbre de gloria del P. Dezza sea el haber preparado concienzudamente la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen en 1950, acto central del pontificado de Pío XII. En ello se ocupó durante años junto con otros jesuitas: los PP. Robert Leiber, Augustin Bea, Otto Faller, Wilhelm Hentrich y Rudolf Walter von Moos. Entre 1951 y 1965 fue miembro de la Facultad de Teología del Colegio Belarmino de los jesuitas en Roma. También fue secretario general de la Federación Internacional de Universidades Católicas y miembro de la Facultad del Pontificio Ateneo Lateranense. En 1965, fue elegido asistente general de la Compañía de Jesús por la XXXI Congregación General, la misma que designó al P. Pedro Arrupe como prepósito. La orden entraba entonces en un período de grandes cambios que iba a desembocar con el tiempo en una grave crisis.

Pablo VI escogió al P. Dezza por su confesor, que le oía todos los viernes, a las 7 de la tarde en el tribunal de la penitencia. Los largos años de asiduidad con el papa Montini hicieron nacer y crecer en él la admiración por el que consideraba “un hombre de gran alegría”. De él dijo, a su muerte, que, si bien no era un santo al ser elegido, se convirtió en tal durante su pontificado, sufriendo por Cristo y por su Iglesia con una “profunda resignación interior y un abandono constante a la divina Providencia”. Una de las fuentes de este sufrimiento era precisamente la deriva de la otrora monolítica fuerza al servicio del Papado: la Compañía de Jesús.

En 1981, las tensiones entre conservadores y liberales en su seno se intensificaron al sufrir el P. Arrupe un derrame cerebral que lo incapacitó hasta su muerte (ocurrida diez años más tarde). Los liberales forzaron entonces el nombramiento de uno de los suyos, el P. Vincent O’Keefe para dirigir la orden hasta que se eligiera un nuevo prepósito general, pero el papa Juan Pablo II, aún convaleciente del atentado del 13 de mayo de ese año, en una intervención sin precedentes, hizo caso omiso de esa medida y el 5 de octubre designó al P. Dezza, que había sido profesor suyo en sus tiempos de estudiante en Roma, como delegado pontificio, poniendo a su lado como adjunto para el gobierno de la Compañía al P. Giuseppe Pittau. Durante dos años ambos acometieron la difícil tarea de devolver la normalidad institucional a la orden, hasta que la XXXIII Congregación General eligió al P. Peter Hans Kolvenbach sucesor del P. Arrupe como prepósito general el 13 de septiembre de 1983.

Ya retirado fue creado cardenal por el papa Wojtyla en el consistorio de 28 de junio de 1991, a los casi noventa años de edad. Se trataba obviamente de un reconocimiento puramente honorífico, ya que, ampliamente rebasado el límite de los 80 años impuesto por Pablo VI, el nuevo purpurado no podía ya ni formar parte de ningún dicasterio de la Curia Romana como asesor cualificado del Papa ni participar en un eventual cónclave. Por la misma razón Juan Pablo II le dispensó de recibir la consagración episcopal, preceptiva desde 1962 para los miembros del Sacro Colegio. Recibió la diaconía de San Ignacio de Loyola en el Campo Marzio.

El cardenal Paolo Dezza murió el 17 de diciembre de 1999, casi centenario en Roma. Se lo sepultó temporalmente en el mausoleo de los jesuitas en el cementerio del Campo Verano después de las exequias en la basílica de San Pedro, celebradas por el Papa, en cuya homilía destacó cómo el difunto había cumplido cabalmente con el ideal ignaciano de “servir a Cristo en la persona de su Vicario”. El 17 de diciembre de 2006, en el séptimo aniversario de su muerte, los restos del cardenal Dezza fueron trasladados a la iglesia de su diaconía, donde reposan a la espera de la resurrección de la carne.




Luego de que, una vez más, algunos periódicos italianos hayan atacado la memoria del Venerable Pío XII presentando como “inéditos” documentos conocidos desde hace más de cuarenta años, L’Osservatore Romano ha presentado nuevamente un artículo, publicado originalmente en 1964, en el cual Paolo Dezza (luego cardenal) refería un diálogo confidencial que tuvo con Pío XII sobre la cuestión de los crímenes nazis. Ofrecemos nuestra traducción de este importante artículo, de gran valor histórico.

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Pío XII en 1942

El testimonio de una conversación privada de 1942 entre Pacelli y el jesuita que aquel año predicó los ejercicios espirituales

“Se lamentan de que el Papa no habla, pero es que el Papa no puede hablar”

La cuestión se puede discutir históricamente, pero si Pío XII calló fue por el temor a empeorar la situación
Por: Paolo Dezza


El 28 de junio de 1964, "L'Osservatore della Domenica" publicó el testimonio del entonces rector de la Pontificia Universidad Gregoriana – luego desde 1966 confesor de Pablo VI y de Juan Pablo I, y creado cardenal en 1991 por Juan Pablo II – que describía el contenido de una audiencia muy confidencial concedida a él por Pío XII.


El P. Paolo Dezza, rector de la Gregoriana


En diciembre de 1942, prediqué los ejercicios en el Vaticano al Santo Padre. En aquella ocasión, tuve una larga audiencia en la que el Papa, hablándome de las atrocidades nazis en Alemania y en los otros países ocupados, manifestó su dolor, su angustia, porque – me decía – “se lamentan de que el Papa no habla. Pero el Papa no puede hablar. Si hablase, sería peor”. Y me recordó que había enviado recientemente tres cartas: una a quien definía “el heroico Arzobispo de Cracovia”, el futuro Cardenal Sapieha, y otras a otros dos obispos de Polonia en las que deploraba estas atrocidades nazis. “Me responden – dijo – agradeciéndome, pero diciéndome que no pueden publicar esas cartas porque sería agravar la situación”. Y citaba el ejemplo de Pío X que, frente a no sé cuales vejaciones en Rusia, dijo: “Debéis guardar silencio precisamente para impedir males mayores”.

Y también en esta ocasión aparece muy clara la falsedad de aquellos que dicen que él guardó silencio queriendo sostener a los nazis contra los rusos y el comunismo; y recuerdo que me dijo: “Sí, el peligro comunista existe. Sin embargo, en este momento, es más grave el peligro nazi”. Y me habló de lo que los nazis habrían hecho en caso de victoria. Recuerdo que me dijo la frase: “Quieren destruir a la Iglesia y aplastarla como un sapo. Para el Papa no habrá lugar en la nueva Europa. Dicen que se vaya a América. Pero yo no tengo miedo y me quedaré aquí”. Y lo dijo de una forma muy firme y muy segura, por lo cual se ve claro que si el Papa callaba no era por miedo o por interés, sino únicamente por el temor de empeorar la situación de los oprimidos. Porque mientras me hablaba de las amenazas de invasión del Vaticano estaba absolutamente tranquilo, seguro, confiado en la Providencia. Al hablarme del “hablar”, sí estaba angustiado. “Si yo hablo – pensaba -, les hago mal a ellos”.

Por lo tanto, aunque históricamente se puede discutir si habría sido mejor hablar más o hablar más fuerte, lo que está fuera de discusión es que si el Papa Pío XII no habló más fuerte ha sido únicamente por este motivo, no por miedo o por otro interés. Otra cosa del diálogo que me impresionó es que me habló de todo lo que había hecho y estaba haciendo en favor de estos oprimidos. Recuerdo que me habló de los primeros contactos que, apenas elegido Papa y de acuerdo con los cardenales alemanes, había tratado de establecer con Hitler, pero sin resultados; luego, del diálogo que tuvo con Ribbentrop cuando vino a Roma, pero sin resultados. De todos modos, él continuaba haciendo lo que podía sólo con la preocupación de no entrar en cuestiones políticas o militares sino de mantenerse en lo que era la tarea de la Santa Sede. En este sentido, recuerdo que cuando en 1943 vino la dominación alemana a Roma –yo era Rector de la Pontificia Universidad Gregoriana y recibí a aquellos que venían a buscar refugio-, Pío XII me dijo: “Padre, evite recibir a militares porque, siendo la Gregoriana pontificia y ligada a la Santa Sede, nosotros debemos mantenernos fuera de esta parte. Pero, para los demás, de buena gana: civiles, judíos perseguidos”. De hecho, muchos fueron recibidos.

Sobre lo que el Papa hizo entonces por los judíos, entre muchos testimonios, está el de Zolli, que era el Gran Rabino de Roma y que, durante la ocupación nazi, estuvo refugiado con una familia de trabajadores. Luego, pasado el peligro y llegados los aliados, él se convirtió, se hizo católico, con una conversión sincera y desinteresada. Recuerdo que vino a verme el 15 de agosto de 1944 y me expuso su intención de hacerse católico. “Mire – me dijo -, no es un do ut des. Pido el agua del Bautismo y basta. Los nazis me han llevado todo. Soy pobre, viviré pobre, moriré pobre, no me importa”. Y cuando llegó el Bautismo, quiso tomar el nombre de Eugenio precisamente en agradecimiento al Papa Eugenio Pacelli por lo que había hecho en la asistencia a los judíos. Yo mismo lo acompañé en la audiencia con el Papa después del Bautismo, en febrero, y fue cuando Zolli pidió al Papa quitar de la liturgia aquellas expresiones desfavorables a los judíos como “perfidis iudaeis”. Y fue entonces que Pío XII, dado que no podía cambiar inmediatamente la liturgia, hizo publicar la declaración de que “pérfidos” en latín significa “incrédulos”. Pero luego, apenas fue posible, con la reforma de la liturgia fue quitada la palabra.

Pío XII quería estar seguro de no decir nada que pudiera suscitar reacciones que agravaran la situación. Yo separaría las dos cuestiones. Una es: ¿ha hecho bien en callar o habría sido mejor hablar? Ésta es, para mí, una cuestión que se puede incluso discutir históricamente. Tal vez Pío XI, de otro carácter, habría actuado de modo diverso. Sin embargo, lo que para mí es evidente es que si Pío XII ha callado o ha hablado poco, no ha sido por ningún otro motivo que no sea el temor de empeorar la situación. Objetivamente, se puede discutir; subjetivamente, no hay duda de la intención del Papa: él buscó realmente hacer lo mejor.


Fuente: L’Osservatore Romano

Traducción: La Buhardilla de Jerónimo

1 de febrero de 2010

El cardenal Saraiva Martins confirma informaciones sobre el milagro atribuido al Venerable Pío XII



El cardenal José Saraiva Martins


En conversación telefónica con Catholic News Agency (CNA) el prefecto emérito de la Congregación para la Causa de los Santos, cardenal José Saraiva Martins confirmó que un «presunto milagro» atribuido a la intercesión del Papa Pío XII estaría en estos momentos en investigación.

El cardenal Saraiva fue muy cuidadoso al explicar la diferencia entre un «presunto» milagro y uno que es confirmado explícitamente por la Santa Sede. El presunto milagro habría sido realizado a un paciente italiano quien fue curado de cáncer. El caso fue enviado a la Congregación y ocurrió en el poblado de Castellammare di Stabia cerca de Napoles (Italia).

La publicación Sorrento & Dintorni informó que, "hace algunos meses" una persona (cuya identidad no ha trascendido) fue curada de cáncer luego de rezar por intercesión del papa Pío XII. Los médicos, quienes no han proporcionado detalles sobre este hecho, no han podido explicar científicamente la curación.

Según la publicación la historia fue confirmada por el padre Carmine Giudici, Vicario General de la archidiócesis de Sorrento (Castellammare di Stabia), quien dijo: «todo es verdad». El sacerdote explicó que un fiel de la diócesis informó a la Santa Sede afirmando haber recibido curación por intercesión de Pío XII. El Arzobispo decidió, por tanto, instituir el correspondiente tribunal diocesano, según informó ACI (Agencia Católica de Información).

Al ser consultado por CNA, el Cardenal Saraiva explicó que todavía es imposible estimar cuánto tiempo tomará el proceso de confirmación del milagro. La noticia del presunto milagro llega a casi un mes de la aprobación del decreto de virtudes heroicas del Papa Pacelli por parte de Benedicto XVI.

Noticia señalada gentilmente por Don Livio Spinelli