La Buhardilla de Jerónimo publica la traducción castellana de un artículo aparecido en L’Osservatore Romano de ayer y que no es otro que el mismo que en el suplemento L’Osservatore della Domenica viera la luz allá por 1964 sobre el asunto de los “silencios” de Pío XII durante la Segunda Guerra Mundial. Su autor: el R.P. Paolo Dezza, S.I., estrecho colaborador del papa Pacelli y que había de serlo también de Pablo VI, guardando de ambos pontífices un recuerdo hondo e imborrable.
Antes de reproducir el artículo en cuestión conviene consignar aquí algunos datos biográficos del que murió cargado de años y de méritos siendo cardenal de la Iglesia Romana, el más anciano de su tiempo. Paolo Dezza nació en Parma el 13 de diciembre de 1901. A los 17 años ingresó en la Compañía de Jesús, estudiando sucesivamente en los noviciados de Madrid, Nápoles e Innsbruck. El 25 de marzo de 1928 fue ordenado sacerdote. Entre 1929 y 1932 formó parte del claustro de la Pontificia Universidad Gregoriana, en la que enseñó Filosofía. Delicado de salud, hubo de dejar Roma para marchar a Davos-Platz, permaneciendo en Suiza algunos años. Allí pronunció sus votos perpetuos como jesuita el 2 de febrero de 1935 (es decir, hace exactamente setenta y cinco años).
Habiéndose repuesto, fue nombrado provincial de la circunscripción jesuítica del Lombardo-Véneto, cargo que ejerció entre 1935 y 1939. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial volvió a Roma, siendo nombrado por Pío XII rector de la Gregoriana el 5 de agosto de 1941. Tuvo trato asiduo con este Papa, que, como veremos más adelante, le hizo interesantes confidencias en pleno drama bélico. Al finalizar el conflicto, fue el P. Dezza quien bautizó al que había sido Gran Rabino de Roma, Israel Zolli, el cual, como agradecimiento al Papa por todo lo que había hecho por los judíos durante la persecución nazi, tomó el nombre de Eugenio (aunque su conversión, como es sabido, se debió a su personal itinerario espiritual, que había ido madurando desde hacía años). Zolli, invitado por el rector de la Gregoriana, trabajó en ella hasta el fin de sus días.
Quizás el mayor timbre de gloria del P. Dezza sea el haber preparado concienzudamente la proclamación del dogma de la Asunción de la Virgen en 1950, acto central del pontificado de Pío XII. En ello se ocupó durante años junto con otros jesuitas: los PP. Robert Leiber, Augustin Bea, Otto Faller, Wilhelm Hentrich y Rudolf Walter von Moos. Entre 1951 y 1965 fue miembro de la Facultad de Teología del Colegio Belarmino de los jesuitas en Roma. También fue secretario general de la Federación Internacional de Universidades Católicas y miembro de la Facultad del Pontificio Ateneo Lateranense. En 1965, fue elegido asistente general de la Compañía de Jesús por la XXXI Congregación General, la misma que designó al P. Pedro Arrupe como prepósito. La orden entraba entonces en un período de grandes cambios que iba a desembocar con el tiempo en una grave crisis.
Pablo VI escogió al P. Dezza por su confesor, que le oía todos los viernes, a las 7 de la tarde en el tribunal de la penitencia. Los largos años de asiduidad con el papa Montini hicieron nacer y crecer en él la admiración por el que consideraba “un hombre de gran alegría”. De él dijo, a su muerte, que, si bien no era un santo al ser elegido, se convirtió en tal durante su pontificado, sufriendo por Cristo y por su Iglesia con una “profunda resignación interior y un abandono constante a la divina Providencia”. Una de las fuentes de este sufrimiento era precisamente la deriva de la otrora monolítica fuerza al servicio del Papado: la Compañía de Jesús.
En 1981, las tensiones entre conservadores y liberales en su seno se intensificaron al sufrir el P. Arrupe un derrame cerebral que lo incapacitó hasta su muerte (ocurrida diez años más tarde). Los liberales forzaron entonces el nombramiento de uno de los suyos, el P. Vincent O’Keefe para dirigir la orden hasta que se eligiera un nuevo prepósito general, pero el papa Juan Pablo II, aún convaleciente del atentado del 13 de mayo de ese año, en una intervención sin precedentes, hizo caso omiso de esa medida y el 5 de octubre designó al P. Dezza, que había sido profesor suyo en sus tiempos de estudiante en Roma, como delegado pontificio, poniendo a su lado como adjunto para el gobierno de la Compañía al P. Giuseppe Pittau. Durante dos años ambos acometieron la difícil tarea de devolver la normalidad institucional a la orden, hasta que la XXXIII Congregación General eligió al P. Peter Hans Kolvenbach sucesor del P. Arrupe como prepósito general el 13 de septiembre de 1983.
Ya retirado fue creado cardenal por el papa Wojtyla en el consistorio de 28 de junio de 1991, a los casi noventa años de edad. Se trataba obviamente de un reconocimiento puramente honorífico, ya que, ampliamente rebasado el límite de los 80 años impuesto por Pablo VI, el nuevo purpurado no podía ya ni formar parte de ningún dicasterio de la Curia Romana como asesor cualificado del Papa ni participar en un eventual cónclave. Por la misma razón Juan Pablo II le dispensó de recibir la consagración episcopal, preceptiva desde 1962 para los miembros del Sacro Colegio. Recibió la diaconía de San Ignacio de Loyola en el Campo Marzio.
El cardenal Paolo Dezza murió el 17 de diciembre de 1999, casi centenario en Roma. Se lo sepultó temporalmente en el mausoleo de los jesuitas en el cementerio del Campo Verano después de las exequias en la basílica de San Pedro, celebradas por el Papa, en cuya homilía destacó cómo el difunto había cumplido cabalmente con el ideal ignaciano de “servir a Cristo en la persona de su Vicario”. El 17 de diciembre de 2006, en el séptimo aniversario de su muerte, los restos del cardenal Dezza fueron trasladados a la iglesia de su diaconía, donde reposan a la espera de la resurrección de la carne.
Luego de que, una vez más, algunos periódicos italianos hayan atacado la memoria del Venerable Pío XII presentando como “inéditos” documentos conocidos desde hace más de cuarenta años, L’Osservatore Romano ha presentado nuevamente un artículo, publicado originalmente en 1964, en el cual Paolo Dezza (luego cardenal) refería un diálogo confidencial que tuvo con Pío XII sobre la cuestión de los crímenes nazis. Ofrecemos nuestra traducción de este importante artículo, de gran valor histórico.
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El testimonio de una conversación privada de 1942 entre Pacelli y el jesuita que aquel año predicó los ejercicios espirituales
“Se lamentan de que el Papa no habla, pero es que el Papa no puede hablar”
La cuestión se puede discutir históricamente, pero si Pío XII calló fue por el temor a empeorar la situación
“Se lamentan de que el Papa no habla, pero es que el Papa no puede hablar”
La cuestión se puede discutir históricamente, pero si Pío XII calló fue por el temor a empeorar la situación
Por: Paolo Dezza
El 28 de junio de 1964, "L'Osservatore della Domenica" publicó el testimonio del entonces rector de la Pontificia Universidad Gregoriana – luego desde 1966 confesor de Pablo VI y de Juan Pablo I, y creado cardenal en 1991 por Juan Pablo II – que describía el contenido de una audiencia muy confidencial concedida a él por Pío XII.
En diciembre de 1942, prediqué los ejercicios en el Vaticano al Santo Padre. En aquella ocasión, tuve una larga audiencia en la que el Papa, hablándome de las atrocidades nazis en Alemania y en los otros países ocupados, manifestó su dolor, su angustia, porque – me decía – “se lamentan de que el Papa no habla. Pero el Papa no puede hablar. Si hablase, sería peor”. Y me recordó que había enviado recientemente tres cartas: una a quien definía “el heroico Arzobispo de Cracovia”, el futuro Cardenal Sapieha, y otras a otros dos obispos de Polonia en las que deploraba estas atrocidades nazis. “Me responden – dijo – agradeciéndome, pero diciéndome que no pueden publicar esas cartas porque sería agravar la situación”. Y citaba el ejemplo de Pío X que, frente a no sé cuales vejaciones en Rusia, dijo: “Debéis guardar silencio precisamente para impedir males mayores”.
Y también en esta ocasión aparece muy clara la falsedad de aquellos que dicen que él guardó silencio queriendo sostener a los nazis contra los rusos y el comunismo; y recuerdo que me dijo: “Sí, el peligro comunista existe. Sin embargo, en este momento, es más grave el peligro nazi”. Y me habló de lo que los nazis habrían hecho en caso de victoria. Recuerdo que me dijo la frase: “Quieren destruir a la Iglesia y aplastarla como un sapo. Para el Papa no habrá lugar en la nueva Europa. Dicen que se vaya a América. Pero yo no tengo miedo y me quedaré aquí”. Y lo dijo de una forma muy firme y muy segura, por lo cual se ve claro que si el Papa callaba no era por miedo o por interés, sino únicamente por el temor de empeorar la situación de los oprimidos. Porque mientras me hablaba de las amenazas de invasión del Vaticano estaba absolutamente tranquilo, seguro, confiado en la Providencia. Al hablarme del “hablar”, sí estaba angustiado. “Si yo hablo – pensaba -, les hago mal a ellos”.
Por lo tanto, aunque históricamente se puede discutir si habría sido mejor hablar más o hablar más fuerte, lo que está fuera de discusión es que si el Papa Pío XII no habló más fuerte ha sido únicamente por este motivo, no por miedo o por otro interés. Otra cosa del diálogo que me impresionó es que me habló de todo lo que había hecho y estaba haciendo en favor de estos oprimidos. Recuerdo que me habló de los primeros contactos que, apenas elegido Papa y de acuerdo con los cardenales alemanes, había tratado de establecer con Hitler, pero sin resultados; luego, del diálogo que tuvo con Ribbentrop cuando vino a Roma, pero sin resultados. De todos modos, él continuaba haciendo lo que podía sólo con la preocupación de no entrar en cuestiones políticas o militares sino de mantenerse en lo que era la tarea de la Santa Sede. En este sentido, recuerdo que cuando en 1943 vino la dominación alemana a Roma –yo era Rector de la Pontificia Universidad Gregoriana y recibí a aquellos que venían a buscar refugio-, Pío XII me dijo: “Padre, evite recibir a militares porque, siendo la Gregoriana pontificia y ligada a la Santa Sede, nosotros debemos mantenernos fuera de esta parte. Pero, para los demás, de buena gana: civiles, judíos perseguidos”. De hecho, muchos fueron recibidos.
Sobre lo que el Papa hizo entonces por los judíos, entre muchos testimonios, está el de Zolli, que era el Gran Rabino de Roma y que, durante la ocupación nazi, estuvo refugiado con una familia de trabajadores. Luego, pasado el peligro y llegados los aliados, él se convirtió, se hizo católico, con una conversión sincera y desinteresada. Recuerdo que vino a verme el 15 de agosto de 1944 y me expuso su intención de hacerse católico. “Mire – me dijo -, no es un do ut des. Pido el agua del Bautismo y basta. Los nazis me han llevado todo. Soy pobre, viviré pobre, moriré pobre, no me importa”. Y cuando llegó el Bautismo, quiso tomar el nombre de Eugenio precisamente en agradecimiento al Papa Eugenio Pacelli por lo que había hecho en la asistencia a los judíos. Yo mismo lo acompañé en la audiencia con el Papa después del Bautismo, en febrero, y fue cuando Zolli pidió al Papa quitar de la liturgia aquellas expresiones desfavorables a los judíos como “perfidis iudaeis”. Y fue entonces que Pío XII, dado que no podía cambiar inmediatamente la liturgia, hizo publicar la declaración de que “pérfidos” en latín significa “incrédulos”. Pero luego, apenas fue posible, con la reforma de la liturgia fue quitada la palabra.
Pío XII quería estar seguro de no decir nada que pudiera suscitar reacciones que agravaran la situación. Yo separaría las dos cuestiones. Una es: ¿ha hecho bien en callar o habría sido mejor hablar? Ésta es, para mí, una cuestión que se puede incluso discutir históricamente. Tal vez Pío XI, de otro carácter, habría actuado de modo diverso. Sin embargo, lo que para mí es evidente es que si Pío XII ha callado o ha hablado poco, no ha sido por ningún otro motivo que no sea el temor de empeorar la situación. Objetivamente, se puede discutir; subjetivamente, no hay duda de la intención del Papa: él buscó realmente hacer lo mejor.
Fuente: L’Osservatore Romano
Traducción: La Buhardilla de Jerónimo
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