18 de febrero de 2009

Efemérides del Año Pacelliano 2009


A guisa de recordatorio, he aquí la relación de las fechas en las que se cumplen especiales aniversarios relativos a la vida y al pontificado de Pío XII durante este Año Pacelliano 2009:


2 de marzo: 70 años de la elección papal


12 de marzo: 70 años de la coronación


2 de abril: 110 años de la ordenación sacerdotal


3 de abril: 110 años de la primera misa en la Capella Paulina de la basílica romana de Santa María la Mayor


10-14 de octubre: 75 años del XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires


20 de octubre: 70 años de la encíclica programática Summi Pontificatus


16 de diciembre: 80 años de la creación cardenalicia por Pío XI

Oportunamente se darán a conocer las eventuales actividades relacionadas con estas efemérides, la primera de las cuales será la misa pontifical que fuera reprogramada en el mes de octubre pasado y que conmemorará el septuagésimo aniversario de la elección y coronación de Pío XII. En días próximos se hará el anuncio correspondiente.



11 de febrero de 2009

Recordando a Pío XI a los 70 años de su muerte (y III)


Ochenta años se cumplen hoy del nacimiento del actual Estado de la Ciudad del Vaticano, el último reducto del poder temporal de los Papas y soporte territorial que garantiza la completa independencia de la Santa Sede y su condición de sujeto de derecho internacional público. Su acta de nacimiento la constituyen los Pactos Lateranenses, subscritos un día como hoy de 1929, con lo cual se ponía fin a la llamada “Cuestión Romana”. Fue uno de los grandes logros de Pío XI, el papa que estamos en estos días conmemorando en ocasión del LXX aniversario de su muerte. Con el presente artículo, dedicado a la Conciliazione, concluimos el homenaje que hemos querido tributar al pontífice que supo dirigir a Eugenio Pacelli por el camino que lo llevaría a ocupar la Silla de Pedro como Pío XII, el Pastor Angelicus.

La Iglesia es una institución divina ordenada a un fin sobrenatural: la salvación de las almas; es, por lo tanto, eminentemente espiritual. Pero está en este mundo y, por lo tanto, no puede substraerse a ciertos condicionamientos de orden temporal. Es sociedad perfecta, en cuanto que tiene en sí misma los medios para la consecución de su fin propio; por eso, es independiente del Estado, con el cual comparte los mismos súbditos, pero del cual difiere en cuanto a los fines, siendo el de éste el bien común temporal mientras que el de la Iglesia es el bien espiritual de las almas. No hay, pues, identidad, pero tampoco oposición entre ambas potestades. De modo semejante a como en el ser humano hay un alma y un cuerpo que, aunque diferentes, interactúan y se influyen mutuamente para que haya vida humana, así también la Iglesia y el Estado están llamados a la colaboración recíproca en interés de la vida social.

La Iglesia no necesita estrictamente hablando poder temporal. De hecho, subsistió sin él durante los primeros siglos de su existencia. Pero el que no lo necesite no significa que no pueda o no deba tenerlo ni que no sea conveniente que lo tenga para un mejor desenvolvimiento de su misión. El poder temporal no es en sí mismo malo para la Iglesia: puede asegurar su total autonomía respecto de cualquier potestad mundana. Pero sí puede ser un peligro: el de la tentación temporalista, es decir el de distraerla de su fin primordial por cuidarse de los intereses políticos y materiales que todo principado conlleva. También existe el riesgo de la confusión de esferas cuando ambas se concentran en el mismo sujeto: ¿dónde acaba lo temporal y empieza lo espiritual? Por otra parte, en el gobierno temporal es fácil caer en el clericalismo, o sea en la tendencia de los hombres de Iglesia a entrometerse, en cuanto tales hombres de Iglesia, en los negocios de este mundo y manejarlos como si fueran asuntos espirituales.

Históricamente, el poder temporal de la Iglesia comenzó en el año 756 con la donación de Pipino, que había sido reconocido como rey de los Francos por el papa Zacarías. El sucesor de éste, Esteban II, recibió en virtud del tratado de Quierzy, el exarcado de Rávena, la Pentápolis y la región romana, que habían sido substraídos al dominio del Imperio Bizantino por los longobardos, vencidos por Pipino. Por esta época se quiso justificar la posesión de estos territorios mediante la llamada “Donación de Constantino”, un documento a tenor del cual dicho emperador, antes de marchar a su nueva capital en Oriente, habría donado al papa san Silvestre I no sólo su palacio de Letrán (cosa que sí hizo), sino la ciudad de Roma, Italia y la dignidad imperial en Occidente. En el siglo XV el humanista Lorenzo Valla demostró la falsedad del documento. Lo que sí es cierto es que Constantino el Grande publicó en 321 un decreto habilitando a la Iglesia de Roma para tener y transmitir propiedades. A partir de este momento se comenzó a constituir un importante patrimonio –aunque de carácter privado– gracias a las numerosas donaciones de las grandes familias de la nobleza romana y de los fieles. Pero no es hasta la donación de Pipino cuando el Papa obtiene el reconocimiento como soberano temporal.

A fines del siglo XI fue el turno de Matilde de Canossa, gran condesa de Toscana, que donó a la Iglesia todos sus bienes alodiales en Italia centro-septentrional. Era la época por la que san Gregorio VII publicaba sus Dictatus Papae, en los que se proclamaba la supremacía espiritual y temporal del Papado sobre la Cristiandad, y se enfrentaba al emperador Enrique IV en la famosa Querella de las Investiduras. Bajo Inocencio III (1198-1216) el augustinismo político llegó a su más acabada expresión, con este papa como árbitro indiscutible de emperadores y reyes, pero sólo un siglo más tarde comenzaba el declive del poder del Pontificado Romano con el enfrentamiento de Bonifacio VIII y Felipe IV de Francia. La prolongada estancia de los Papas en Aviñón (con Roma como presa disputada de las familias de la aristocracia local), la Peste Negra y el Gran Cisma de Occidente acabaron con la hegemonía papal, de modo que el poder temporal de la Iglesia quedó circunscrito a la política italiana. De hecho, los pontífices del Renacimiento se comportaron como príncipes italianos (Alejandro VI y Julio II liberaron sus Estados de los tiranuelos locales y lo preservaron de la voracidad de las grandes potencias europeas).

Durante los siglos XVII y XVIII, salvo algún esporádico sobresalto como la guerra que movió Urbano VIII por los ducados de Castro y Ronciglione, los Estados de la Iglesia conocieron un período de relativa paz y prosperidad, que permitió el gran despliegue del Barroco y convirtió a Roma en la grandiosa capital del Catolicismo, meta de peregrinos, artistas, estetas y viajeros curiosos. La Revolución trajo el primer ataque contra el poder temporal del Papa. En 1791 la Asamblea Constituyente decretó la confiscación de Aviñón y el Condado Venesino, feudos papales en suelo francés, lo que no se produjo sin derramamiento de sangre. En 1797, en plena campaña de Italia, Bonaparte invadió el territorio pontificio. Los revolucionarios italianos exigieron al Papa que depusiera el poder temporal y crearon las Repúblicas Anconitana y Tiberina, que quedaron reunidas en la República Romana, establecida por el Directorio el 7 de marzo de 1798. Pío VI fue entonces deportado a Francia, donde murió en 1799 ante el regocijo de los que creían que, así como Luis XVI había sido el último de los reyes, él era el último de los papas. Pero el Rey de Nápoles, Fernando IV, contraatacó y expulsó a los franceses de Roma, acabando así con el efímero experimento republicano en septiembre de 1799.

Bonaparte, que había tomado el poder tras el golpe del 18 de Brumario, era sagaz y prefería tener buenas relaciones con la Iglesia. Con Pío VII, sucesor de Pío VI, celebró el concordato de 1801 y devolvía a la Iglesia sus posesiones, pero un nuevo enfrentamiento hizo que en 1808 Napoléon (a cuya coronación imperial había asistido el Papa en París) le arrebatara las Marcas para anexionarlas al Reino de Italia, satélite del Imperio Francés. Un año más tarde el propio Pío VII fue apresado y llevado a Savona, mientras el Estado de la Iglesia era anexionado a Francia. En 1814, el mismo día de la abdicación de Fontainebleau, el pontífice fue liberado y volvió en triunfo a Roma, siéndole devuelta la casi totalidad de sus dominios por el Congreso de Viena. Pero las ideas liberales, llevadas por los franceses, habían prendido en Italia, donde se constituyeron las sociedades carbonarias, que complotaban contra los poderes tradicionales para instaurar en su lugar regímenes liberales. La Insurrección de Julio de 1830 y la Revolución de Febrero de 1848 no dejaron de tener repercusiones en toda Italia y particularmente en los Estados del Papa. El beato Pío IX, que era de familia liberal, se había hecho ilusiones pensando que podría congraciarse con los liberales y otorgó una constitución, pero el asalto al poder del que fue víctima en 1848 (que le obligó a huir a Gaeta), le desengañó de golpe. Se constituyó la Segunda República Romana, tan efímera como la primera. Al volver a Roma al año siguiente, el papa Mastai decidió volver al absolutismo.

El Risorgimento o movimiento para la unificación de Italia se propuso la conquista de todos los Estados de la Península para ponerlos bajo el cetro de un solo monarca: fue éste el rey de Cerdeña y Piamonte, de la Casa de Saboya. Mazzini, Cavour y Garibaldi fueron los artífices de la política de agresión y expansionismo que, a través de las llamadas Guerras de Independencia, llevó entre 1859 y 1870 a la realización del ideal nacionalista. Por lo que toca a los Estados Pontificios, el 1861 el primer parlamento del proclamado Reino de Italia decidió declarar a Roma su capital, lo que significaba la ruptura de las hostilidades con el Papa. Los ejércitos piamonteses habían ido ocupando sucesivamente todos los territorios del norte y centro de la Península, de modo que el Estado de la Iglesia quedó reducido al Lazio. Napoléon III asumió entonces la defensa de Roma, lo que detuvo el avance de los invasores, pero sólo hasta 1870, cuando la Guerra Franco-Prusiana obligó a Francia a retirar sus guarniciones. Después de una heroica aunque simbólica resistencia de los zuavos pontificios, los garibaldinos entraron en la Ciudad Eterna por la brecha de la Puerta Pía, el 20 de septiembre de aquel año. El beato Pío IX se constituyó entonces en prisionero en el Vaticano, iniciándose así la Cuestión Romana. El poder temporal del Papado se había acabado después de más de un milenio de existencia.

Víctor Manuel II de Saboya ocupó el Quirinal, hasta entonces el Palacio del gobierno papal. Su gobierno estaba dominado por anticlericales, que llevaron a cabo una política agresiva contra la Iglesia, a pesar de las seguridades dadas en la Ley de Garantías de 1871, que el Papa no aceptó. Se llevó a cabo en Roma una drástica desamortización de los bienes eclesiásticos. El entierro del beato Pío IX en 1878 dio lugar a un tumulto que casi acaba con el féretro del pontífice arrojado al Tíber por la furia carbonaria. La nobleza fiel al Romano Pontífice visitió de luto y mantuvo las ventanas exteriores de las fachadas de sus palacios cerradas en señal de protesta. Fue llamada la “aristocracia negra”, en contraposición de la “aristocracia blanca”, partidaria de la casa de Saboya y del nuevo status quo. Por supuesto, a los católicos fue prohibido participar en la vida política, lo que en realidad redundaba en detrimento de la causa de la religión, pues se dejaba que todo lo hicieran los enemigos declarados de la Iglesia. León XIII, san Pío X y Benedicto XV mantuvieron su condición de augustos prisioneros en el Vaticano (no daban la bendición Urbi et orbi desde el balcón exterior de San Pedro, sino sólo en el interior de la basílica). Sin embargo, se mostraron más flexibles al comprender que la situación era irreversible y se estaba prolongando demasiado.

Pío XI fue quien, como se ha visto anteriormente, decidió adoptó un talante totalmente nuevo en vistas a resolver la Cuestión Romana. Por este tiempo, tres sacerdotes –los Padres Gennocchi, Minozzi y Semeria– decidieron reunirse y estudiar juntos la manera de encontrar una vía para que se restablecieran las relaciones Iglesia-Estado en Italia. Llevaron sus reuniones en secreto y comunicaron sus conclusiones al cardenal secretario de Estado Gasparri, quien quedó maravillado de lo pertinente de la propuesta de los sacerdotes y la presentó al Papa. Pío XI quiso entonces entrar en tratos con el gobierno italiano a fin de llegar a un arreglo definitivo y satisfactorio para ambas partes. Se decidió por ambas partes la designación de sendos encargados oficiosos. Gasparri nombró al abogado consistorial Francesco Pacelli, mientras Mussolini escogió a Domenico Barone. Pacelli era hermano del nuncio en Alemania y nieto del fundador del diario oficioso de la Santa Sede L’Osservatore Romano. Nos ha dejado un valiosísimo testimonio de las negociaciones con el Quirinal en su Diario della Conciliazione. Dos años y medio duraron las conversaciones: desde agosto de 1926 hasta febrero de 1929. Al cabo de este lapso, el día 11 de febrero, se subscribieron en el palacio anejo a la basílica romana de San Juan de Letrán los Pactos Lateranenses, que pusieron fin al diferendo que desde hacía casi sesenta años enfrentaba a la Santa Sede y al Reino de Italia. Por la primera firmó el cardenal Gasparri; por el segundo, Benito Mussolini.

Los Pactos Lateranenses constan de dos instrumentos legales: el Tratado de Letrán y el Concordato entre la Santa Sede e Italia. Mediante el tratado, la Santa Sede reconocía al Reino de Italia y renunciaba a toda pretensión a sus antiguos territorios; a cambio, veía reconocida su independencia y soberanía, quedando fundado el minúsculo Estado de la Ciudad del Vaticano, del cual era jefe el Papa. Se concedía, además, a este nuevo Estado, por medio de una convención financiera, la exención de impuestos y tasas sobre las mercancías de importación y una compensación económica por la pérdida de los anteriores dominios consistente en 750 millones de liras y títulos consolidados del Estado al 5% de interés y al portador por valor de mil millones de liras. Parecen sumas exorbitantes, pero no lo son tanto si se considera todo lo que fue expoliado antes y después de la brecha de la Puerta Pía. Fue éste el fondo que constituyó la base de las finanzas vaticanas y que Pío XI confió a su banquero Bernardino Nogara. El concordato, por su parte, una vez las partes se habían reconocido mutuamente, definía las relaciones civiles y religiosas entre ambas, lo que no dejó de causar malestar en ciertos ambientes católicos que veían en ello un reconocimiento al régimen fascista. El padre Alberto Royo, en su artículo del blog Temas de Historia de la Iglesia ( http://www.historiadelaiglesia.org/2009/02/80-anos-de-los-pactos-lateranenses.html) cita la frase del democristiano Alcide De Gasperi: “Ahora están contentos los clericales-papistas y están contentos los fascistas; para Mussolini es un triunfo”, pero apunta muy bien que la intención de Pío XI era muy otra: simplemente de poder hacer posible la independencia de la Iglesia, como lo demostró al publicar sólo dos años más tarde la encíclica Non abbiamo bisogno contra el fascismo.

A Pío XI también se le ha reprochado el haber citado a Mussolini como “el hombre con el que la Providencia ha hecho que nos encontremos”. Como si el Papa dijera que el Duce era un hombre providencial o de Dios. Nada de eso. Él mismo explica que lo consideraba un hombre “que no tenía las preocupaciones de los liberales”, es decir, que no tenía los prejuicios anticlericales decimonónicos que le impidieran negociar (Mussolini poseía otra especie de anticlericalismo). Por lo demás, es sabido que Achille Ratti dijo en alguna ocasión que por el bien de las almas estaba dispuesto a tratar hasta con el mismo diablo. Su intención auténtica fue la que declaró con satisfacción una vez firmados los Pactos Lateranses: “contribuir al retorno de Dios a Italia y de Italia a Dios”.



10 de febrero de 2009

Recordando a Pío XI a los 70 años de su muerte (II)


¿Cuándo se encontraron los dos hombres que estaban destinados a sucederse en el papado? En 1912, cuando, llamado por san Pío X, el entonces monseñor Ratti llegó de Milán para encargarse de la Biblioteca Apostólica Vaticana en calidad de vice-prefecto, monseñor Pacelli era sub-secretario de la Sagrada Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, en la que había entrado gracias a los buenos oficios del cardenal Pietro Gasparri. Éste llamó a Pacelli a su lado para trabajar en la colosal tarea de la codificación del Derecho Canónico, obra querida por el papa Sarto, pero que sólo quedó terminada bajo su sucesor Benedicto XV. Los trabajos requerían la constante consulta de las fuentes disponibles en la Biblioteca Apostólica, de la que desde 1914 Achille Ratti será prefecto. Tuvo, pues, que haber un trato más o menos asiduo entre los dos monseñores, por quienes Gasparri concibió un gran aprecio. De hecho a ambos les dio más tarde encargos diplomáticos, haciéndolos nombrar por el Papa: a Pacelli nuncio apostólico en Baviera (1917) y a Ratti visitador apostólico en Polonia y Lituania (1918) y más tarde nuncio en Polonia. Ambos se foguearon en sus respectivas misiones con parecidas experiencias dramáticas: la revolución bávara (1919) y la invasión soviética de Polonia (1920). Pero mientras Pacelli siguió siendo nuncio hasta 1929, Ratti abandonó la diplomacia en 1921 al ser preconizado arzobispo de Milán y creado cardenal por Benedicto XV.

El pontificado ambrosiano del cardenal Achille Ratti fue brevísimo: no llegó ni a ocho meses. Fue interrumpido por su elección como papa el 6 de febrero de 1922. Ésta había recaído sobre él en la decimocuarta votación de un cónclave complicado, en el que se enfrentaban ásperamente el grupo de los conservadores (liderado por el cardenal Merry del Val, antiguo secretario de Estado de san Pío X) y el de los más liberales (a cuya cabeza estaba el cardenal Gasparri, secretario de Estado de Benedicto XV). Como ninguno conseguía prevalecer y el cónclave corría el riesgo de prolongarse, los cardenales decidieron elegir a un hombre de compromiso, que fuera bienquisto a todos y ése fue Ratti, cuyo primer acto fue una señal de la voluntad del nuevo papa de pasar página y dejar atrás viejos agravios para relanzar el liderazgo de la Iglesia en el mundo moderno. Pío XI decidió impartir la tradicional bendición Urbi et orbi desde el balcón exterior de San Pedro, cosa que no se hacía desde 1870, cuando las tropas garibaldinas ocuparon Roma. Los sucesivos pontífices, en protesta por la expoliación de los Estados Pontificios y mientras la “cuestión romana” no se resolviera, habían decidido bendecir desde el interior de la basílica vaticana. El flamante papa, en cambio, mostraba públicamente un nuevo talante.

Pío XI necesitaba, por supuesto un decisivo apoyo en la Curia Romana para llevar a cabo su nueva política y lo encontró en su antiguo valedor: Pietro Gasparri, a quien confirmó como secretario de Estado, ya que apreciaba en él, a la par que un amor incondicional a la Iglesia, un sentido práctico de las cosas, que le permitía sacar ventajas de las situaciones menos promisorias. Gasparri era un gran conocedor de la naturaleza humana y sabía sacar partido de ello a la hora de negociar, cosa que se le daba muy bien, como lo demostraría ampliamente a lo largo del proceso de la Conciliazione, la obra de su vida junto con el código canónico de 1917.

El año que Pío XI subió al sacro solio se terminaría con el fascismo en el poder después de la exitosa Marcha sobre Roma de Mussolini el 28 de octubre. Fue la primera escalada de un nuevo autoritarismo de tipo caudillista que era la contrapartida del totalitarismo comunista, con el que, sin embargo, le acomunaba la misma obsesión por la omnipotencia del Estado y su absoluta prevalencia sobre las personas, lo cual se expresaba en el famoso lema: “todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado”. El desencanto que siguió a la euforia post-bélica y la crisis económica y social galopante crearon las condiciones ideales para la aparición y el éxito entre la población de este tipo de solución. Tanto el sistema tradicional como la democracia liberal se hallaban desacreditados en la mayoría de países (el uno, por no haber evitado ni sabido gestionar la guerra; la otra, por su inepcia e ineficacia en remediar sus graves consecuencias. Pero el Papa, como nadie, veía los peligros que el avance autoritario suponía y decidió prevenirlos mediante el recurso a la política concordataria.

¿En qué consistía ésta? En asegurar para la Iglesia un marco jurídico, pactado con los diferentes Estados, para que pudiera actuar libremente y con seguridad, sin ser molestada u hostigada. Esta solución se había revelado más o menos satisfactoria en el pasado, pero, ¿respondía a las nuevas circunstancias políticas e internacionales? Un concordato implicaba el mutuo reconocimiento de las partes pactantes y algunos pensaban que la Iglesia no podía reconocer a según qué regímenes. Por otra parte, no existían ya las antiguas garantías de respeto a lo acordado, resumidas en el principio pacta sunt servanda. La inestabilidad de los gobiernos y la prepotencia de los nuevos poderes no auguraban nada bueno a este respecto. Con todo, no existía una opción mejor y Pío XI llevó adelante su política concordataria de consuno con su secretario de Estado (personalmente enfrascado en los tratos con el gobierno fascista para resolver la “cuestión romana”). Fue en este campo en el que emergió y destacó la figura del nuncio Pacelli, que obtuvo los concordatos con Baviera (1924) y con Prusia (1929), revelándose como un inteligente y hábil negociador. Como el káiser Guillermo II lo había definido, era “el perfecto modelo de prelado romano”, es decir, el hombre que necesitaba a su lado el papa Ratti.

El cardenal Pietro Gasparri, una vez subscritos los Pactos Lateranenses el 11 de febrero de 1929, consideraba haber cumplido ya su misión al servicio de la Santa Sede y deseaba retirarse a la vida privada. Pío XI, pues, llamó a Roma a monseñor Pacelli a finales de ese año, dando por terminada su misión diplomática en Alemania para concederle el rojo capelo –que recibió en el consistorio del 16 de diciembre– y darle el relevo de Gasparri como nuevo secretario de Estado. Este último nombramiento se produjo en febrero de 1930 y la transmisión de poderes se hizo de forma natural y cordial entre el antiguo maestro y su aventajado pupilo. Desde este mismo momento Pío XI tomó bajo su patrocinio al cardenal Pacelli, en el que cifraba muchas expectativas (que no fueron defraudadas). Entre el Papa y su secretario de Estado se estableció una relación paterno-filial de la que nos da interesantes detalles el maestro de cámara pontificio monseñor Alberto Arborio-Mella di Sant’Elia en su inestimable volumen de Instantáneas inéditas de los Papas.

Pío XI tenía fama de mal carácter y los curiales vaticanos temblaban cuando eran llamados a su presencia. Pero, como bien explica en sus memorias sobre este papa el cardenal Carlo Confalonieri, era un lombardo franco y que no se andaba por las ramas, pero de natural noble y sin doblez. Teniendo las ideas claras y sabiendo cómo llevarlas a cabo, no quería asesores sino ejecutores y les exigía la máxima eficacia en el cumplimiento de sus directivas. Con las cosas de la Iglesia no se andaba con bromas. Pacelli era, sin embargo, el único cuyo parecer le interesaba conocer, cosa que revela el predicamento del que gozaba con el Papa y del que, sin embargo, jamás abusó. Otro rasgo de la personalidad de Pío XI lo refleja su decisión de mantener a su lado a su fiel gobernanta de siempre, Teodolinda Banfi, que se trajo desde Lombardía para que le llevara el apartamento pontificio con gran escándalo de los puritanos cortesanos del Palacio Apostólico, uno de los cuales se atrevió a objetarle al Papa que nunca un Romano Pontífice había admitido a una mujer –y laica por añadidura– a su servicio personal. Pío XI respondió simplemente: “Querrá usted decir que yo seré el primero” y zanjó la cuestión. Pacelli seguiría el ejemplo al tomar consigo como gobernanta a sor Pascalina Lehnert, que acabaría convirtiéndose en “la señora del Sacro Palacio” (como reza el título de una de las recientes biografías de la extraordinaria monja).

Se ha dicho que Pío XI y Pío XII fueron papas muy distintos: valiente el primero y timorato el segundo. Es no comprender la diferencia de las circunstancias y sobre todo los antecedentes. El pontificado de Achille Ratti puede dividirse en dos períodos, coincidiendo con los sucesivos secretariados de Gasparri y Pacelli. Pues bien, precisamente el segundo período fue el más combativo de Pío XI, es decir, aquel en el que tuvo a su lado al futuro Pío XII. Éste, por ejemplo, conocía perfectamente la situación de Alemania, y estuvo detrás de la publicación de la encíclica Mit brennender Sorge, en la que trabajó personalmente con el cardenal Faulhaber. A quienes felicitaban al Papa por ella, él les señalaba a Pacelli afirmando que el mérito era suyo. Pío XI, como hombre de carácter que era, no hubiera soportado a un pusilánime como estrecho colaborador, ni menos lo hubiera preparado para sucederle como hizo. Ratti amaba demasiado a la Iglesia como para dejarla en manos irresponsables o de quien no hubiera estado convencido que fuera la persona idónea. Es impensable.

La política concordataria siguió su curso en manos del cardenal Pacelli, quien negoció los concordatos con Baden (1932), Austria (1933), el Reich (1933) y Yugoslavia (1935). Conviene referirse brevemente al concordato con el Reich, pues se suele presentar como una aprobación del hitlerismo por la Santa Sede. No hay nada de eso. En realidad, ya hacía años que Pacelli buscaba un entendimiento jurídico con Alemania. Sus intentos habían fracasado por la inestabilidad política de la República de Weimar y la oposición de los socialistas y protestantes en el Reichstag. Apenas llegado Hitler al poder como canciller, quiso apartar todos los posibles obstáculos a sus planes y ofreció a la Santa Sede la subscripción del concordato, a cambio eso sí de que el Zentrum (el partido católico) se disolviese. Monseñor Ludwig Kaas, presidente del Zentrum, aceptó sacrificar el partido por el bien de la Iglesia. El concordato fue negociado con el vicecanciller alemán, el católico Franz von Papen y firmado el 20 de julio en Roma. En su virtud, la Iglesia Católica obtenía importantes garantías para su existencia y el desarrollo de su actividad en Alemania. El texto del concordato era la versión revisada y actualizada de un antiguo borrador de cuando Pacelli era todavía nuncio y Hitler ni siquiera se tomó la molestia de estudiarlo (ya se sabe lo que pensaba de los tratados). Es de notar que acuerdos semejantes se celebraron posteriormente entre el Reich y las principales confesiones protestantes de Alemania. También hay que decir que, si no hubiera existido este instrumento jurídico, la situación de la Iglesia en territorio germánico hubiera sido terrible: de algo, pues sirvió.

El cardenal Pacelli fue enviado por el Papa en viajes internacionales para que fuera conocido por el episcopado mundial. En 1934 fue legado a latere para presidir el XXXII Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires: fue un viaje apoteósico y un revulsivo para el catolicismo latinoamericano. Durante la travesía en barco tocó Argentina, Uruguay, Brasil y España, países en los que dejó un recuerdo indeleble, incluso cuando las escalas fueron muy breves. Un año más tarde iba a Lourdes, recabando los más altos honores del gobierno francés. En 1936 emprendió una gira de carácter privado por los Estados Unidos, en lo que fue una auténtica marcha triunfal y constituyó un espaldarazo a la joven y dinámica iglesia norteamericana. Fue entonces cuando el Papa le dedicó el jocoso y cariñoso título de “Cardenal Nuestro transatlántico panamericano”. Al año siguiente, acudía a Lisieux para consagrar la basílica dedicada a santa Teresita del Niño Jesús, de la que Pío XI era tan devoto: volvió a ser muy bien recibido por las autoridades francesas no obstante gobernar el Frente Popular. En 1938, en fin, cuando la situación europea se había vuelto muy delicada y empezaba a asomar el fantasma de la guerra, fue a Budapest para el XXXIV Congreso Eucarístico Internacional, último de los grandes fastos antes de que se desatara la tormenta.

Así pues, cuando Pío XI llegó al final de su curso terrestre, podía irse tranquilo porque dejaba tras de sí a aquel a quien a menudo se refería –sugiriendo de esta manera su elección a los futuros participantes del cónclave– con la frase “farà un bel Papa” (“será un Papa estrupendo”). Achille Ratti se marchó de este mundo con la pena de no haber podido conmemorar el X aniversario de los Pactos Lateranenses, ocasión para la que había convocado a todo el episcopado italiano, al que probablemente iba a dirigir una alocución enérgica denunciando las violaciones del concordato por el gobierno mussoliniano. Muchos años después, difundida por el secretario del cardenal Tisserant (que apreciaba grandemente al papa Ratti), circuló una historia al respecto, según la cual el Duce habría encargado al arquíatra pontificio, el Dr. Petacci (padre de su amante Claretta), asesinar a Pío XI aplicándole una inyección letal. La cosa fue desmentida por el cardenal Confalonieri, que fuera camarero del Papa y estuvo velando al pie de su lecho durante su última enfermedad. Lo cierto es que a Pacelli correspondió, como camarlengo, el triste deber de certificar su muerte, hace hoy exactamente setenta años, y recoger la gran herencia de su pontificado menos de un mes más tarde, cuando fue muy naturalmente elegido sucesor suyo en un brevísimo cónclave, tomando el nombre de Pío XII. Fue éste el último regalo de Pío XI a la Iglesia.



9 de febrero de 2009

Recordando a Pío XI a los 70 años de su muerte (I)



Mañana se cumplirán 70 años del tránsito de Pío XI, que gobernó la Iglesia entre 1922 y 1939. El SIPA no podía dejar de recordar a este enérgico papa, que fue el mentor de Eugenio Pacelli, al que claramente preparó para sucederle en el sacro solio. En realidad, el pontificado de Pío XII estuvo en una perfecta línea de continuidad con el de su predecesor, hasta el punto que ambos pueden ser considerados como complementarios. Así pues, desde estas líneas, queremos rendir nuestro modesto pero ferviente homenaje a Pío XI, al que vamos a dedicar una serie de tres artículos en tres días sucesivos, comenzando hoy y acabando el próximo 11 de febrero con el recuerdo de uno de los actos más importantes del reinado del papa Ratti: la firma de los Pactos Lateranenses, cuyo octogésimo aniversario se conmemorará ese día.

Cuando Ambrogio Damiano Achille Ratti se convirtió en Romano Pontífice el 6 de febrero de 1922, muchas cosas habían cambiado en el mundo en brevísimo lapso. La Gran Guerra –il Guerrone anunciado desconsoladamente por san Pío X y la inutile strage denunciada infructuosamente por Benedicto XV– había trastornado no sólo el orden político tradicional (habían caído tronos milenarios y se habían disuelto imperios), sino el modo de pensar y de vivir de la gente, que, cruelmente enfrentada a horrores sin precedentes, quiso evadirse entregándose a un torbellino de euforia irresponsable que acabó por pasar una costosa factura. El desencanto del sistema liberal por su insuficiencia para conjurar la crisis post-bélica que se abatió sobre varios países europeos, estaba favoreciendo la emergencia de nuevas alternativas político-sociales basadas en un autoritarismo de signo opuesto al bolchevismo soviético (aunque en el fondo emparentadas con él). Éste se había apoderado de la inmensa Rusia y había intentado inútilmente extenderse en Europa mediante revoluciones de corte soviético. Precisamente monseñor Ratti, nuncio en Polonia por el tiempo de la invasión rusa de 1920, había vivido de cerca la amenaza bolchevique. Peligrosas tendencias fermentaban, pues, en una Europa en efervescencia.

¿Y la Iglesia? Achille Ratti era un adolescente apenas cuando el beato Pío IX fue despojado del poder temporal por la usurpación sardo-piamontesa de 1870. Los tumultuosos funerales del último papa-rey ocho años más tarde dieron la medida del sectarismo anticlerical que dominaba en Italia y que coincidió con la campaña anticatólica promovida por Bismarck en Alemania mediante su Kulturkampf y la política antirreligiosa de la Tercera República en Francia (que llevaría a las leyes de separación de la Iglesia y el Estado). El sumo pontificado conoció horas difíciles y amargas. Pero la sensibilidad social de León XIII, la incontestable integridad de san Pío X y la acción pacificadora y benéfica de Benedicto XV le dieron un renovado prestigio, del cual supo aprovecharse Pío XI para su plan de convertir a la Iglesia en la primera y gran fuerza moral del mundo moderno. Teniendo en cuenta estos antecedentes se comprende perfectamente la titánica tarea que significó para Achille Ratti intentar plasmar en la realidad el lema que escogió cuando fue elegido papa: “Pax Christi in Regno Christi”, la paz de Cristo en el Reino de Cristo.

Para ello se necesitaba un hombre de temple y de carácter, con una gran seguridad en sí mismo, un hombre de fe y al mismo tiempo de acción y ése fue Pío XI. No es casual que en la enigmática profecía atribuida a san Malaquías le corresponda precisamente el lema Fides intrepida, es decir, la fe firme y que no tiembla ni retrocede. Si se quisiera probar la autenticidad del vaticinio bastaría la total adecuación de esta sucinta definición al papa Ratti, a quien podemos imaginar como su águila heráldica: ave formidable, de la que se dice que mira de hito en hito al sol y raramente falla cuando se fija en una presa. Así era él: tenía fijos los ojos directamente en Jesucristo (diríase que, como Moisés, trataba con Dios de tú a tú), Jesucristo, que era su ideal y el Rey del que se consideraba el heraldo en la tierra. Cuando se proponía algo y lo juzgaba justo puntaba todos sus esfuerzos a su consecución y no le dolían prendas ni retrocedía ante nadie: hasta con el mismo diablo se hubiera sentado a parlamentar –como dijo una vez– por el bien de la Iglesia.

Pío XI hizo suyo el ideario de su predecesor san Pío X expresado en este pasaje de su carta apostólica Notre charge apostolique de 1910: “no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la ciudad nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la ciudad católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo. Fiel a esta consigna de restaurarlo todo en Cristo, el papa Ratti identifica la civilización cristiana y la ciudad católica con el Reino de Cristo, que es el único que puede garantizar la verdadera paz, la paz de Cristo, que no es la paz que da el mundo, sino la paz que es obra de la justicia, es decir, la paz que dimana de la aceptación de la ley de Dios y su aplicación a todos los aspectos de la vida humana: precisamente el programa al que ya nos referimos (Pax Christi in Regno Christi), que el pontífice desarrolló ampliamente en su encíclica Quas primas de 1925, por la que instituyó la festividad de Cristo Rey.

En este documento –fundamental para entender el pontificado de Pío XI– se encierra la doctrina tradicional sobre el derecho público de la Iglesia, tan atacada en nuestros días y desgraciadamente arrinconada en la práctica. El Reino de Cristo no es ciertamente de este mundo, pero está en este mundo. La realeza de Cristo implica su dominio sobre todas las cosas, tanto en el orden espiritual como en el temporal: nada se escapa al cetro del Redentor. Él reina sobre los individuos, pero también reina sobre el conjunto de ellos, cuya naturaleza en cuanto personas humanas es ser sociables (el concepto aristotélico del zoon politikon). Por eso la fe que predica la Iglesia no se puede reducir a una mera cuestión privada, sino que es un asunto social. De ahí que el hermoso himno Te saeculorum Principem que trae el Breviario en la festividad de Cristo Rey diga claramente que “los que presiden las naciones te rindan público honor” y pida al Señor: “somete la patria y las casas de los ciudadanos a tu suave cetro”. De ello se deducen dos cosas: primera, que la Iglesia, como la que incoa el Reino en este mundo, ha de ser reconocida por los Estados como soberana en su esfera propia que es el bien espiritual de las almas; segunda, que ha de poder llevar cabo su vocación misionera para extender ese Reino.

Otra idea importante del Papa es que Jesucristo no reina al modo humano, sino que el suyo es el Reino del Amor y esto nos lleva a la encíclica Miserentissimus Redemptor de 1928, en la cual identifica el Reino de Cristo con el de su Corazón Divino, que irá conquistándolo todo hasta que se realicen las grandes promesas mesiánicas, como se deduce de este pasaje del documento en el que, hablando de la institución de la festividad de Cristo Rey, dice: “Cuando eso hicimos, no sólo declaramos el sumo imperio de Jesucristo sobre todas las cosas, sobre la sociedad civil y la doméstica y sobre cada uno de los hombres, mas también presentimos el júbilo de aquel faustísimo día en que el mundo entero espontáneamente y de buen grado aceptará la dominación suavísima de Cristo Rey”. La Iglesia militante es para el Papa el ejército que debe conquistar el mundo para el Corazón de Jesús. Por eso, el Santo Padre dio tanta importancia al apostolado seglar mediante la Acción Católica, que reorganizó y a la que consideraba “la niña de sus ojos”. Creía más en esta acción directa que en la ejercida por medio de la política. Como muchos de sus contemporáneos, Pío XI era escéptico en cuanto a los partidos políticos, aunque fueran de inspiración católica (ello explica en parte el abandono del Partido Popular italiano de don Luigi Sturzo).

Pero al Reino de Cristo se oponen ciertas fuerzas: las de la turbamulta impía que clama: “No queremos que Éste reine sobre nosotros”. Es la eterna lucha de la Ciudad de Dios y la ciudad de los hombres descrita por san Agustín, que hace de ella toda una filosofía de la Historia que hace a ésta inteligible. Pío XI identifica a esos adversarios de Cristo y de su reinado social conforme se van manifestando y no tiene reparos en desvelar su naturaleza perversa y sus intenciones deletéreas del orden querido por Dios. Son aquellos exponentes de la “utopía malsana” de la que hablaba san Pío X y que ya había señalado el beato Pío IX en su encíclica Quanta cura y el Syllabus de 1864. Fascismo, nacionalsocialismo y comunismo ateo son los tres sistemas que el papa Ratti denuncia enérgicamente una vez han revelado su verdadera naturaleza subversiva de los principios “naturales y divinos” sobre los que se asienta la sociedad humana. Aquellos que se presentaban como los salvadores del hombre, son en realidad sus esclavizadores, pues, no respetando la sana libertad de las personas ni el principio de subsidiariedad, todo lo someten al arbitrio del Estado, cuyo instrumento es el todopoderoso partido único.

En la década de los treinta ya no podía caber duda de las intenciones de tales sistemas y el Romano Pontífice obra en consecuencia, condenándolos mediante las encíclicas Non abbiamo bisogno de 1931, Mit brennender Sorge y Divini Redemptoris, estas dos últimas de 1937 y con una diferencia de días. Nótese cómo la reprobación del comunismo ateo es posterior a la de los autoritarismos del signo contrario (para que después se hable de una supuesta obsesión anticomunista del Papado). También alza su voz Pío XI a favor de aquellos que sufren la abierta persecución de otros regímenes impíos y lo hace con las encíclicas Acerba animi de 1932 y Dilectissima Nobis de 1937, en las que denuncia la situación de los católicos en Méjico y España, que son hostigados y martirizados precisamente por la causa de Cristo Rey. Pero la voz de Achille Ratti no era sólo condenatoria. Había presentado positivamente un programa católico, señalando la importancia de la educación cristiana de la juventud (encíclica Divini Illius Magistri de 1929), respaldando la institución familiar basada en el matrimonio cristiano (encíclica Casti connubii de 1930), reafirmando la doctrina social de la Iglesia (encíclica Quadragesimo anno de 1931).

Sin embargo, el Papa no era sólo hombre de doctrina; también era pragmático y sabía perfectamente que en un mundo difícil los principios debían poder defenderse de la mejor manera que las circunstancias hicieran posible. Había que ser realista y es por ellos por lo que quiso resolver antes que nada la llamada “cuestión romana”, que oponía a la Santa Sede y al Reino de Italia desde 1870. Pío XI deseaba que la Iglesia pudiera disfrutar, en el país donde residía su capitalidad, de la libertad necesaria para ejercer su benéfico influjo y llevar a cabo su misión. Para ello entabló negociaciones con el Quirinal a fin de obtener la Conciliazione, que se plasmó en los Pactos Lateranenses de 1929. Pero esto es asunto del tercer capítulo de esta serie. Baste decir que, liberada de la carga del poder temporal, pero con el “mínimo indispensable” que garantizaba su independencia de cualquier potestad temporal, la Santa Sede estuvo en mejor disposición para llevar adelante la política concordataria en la que Pío XI puso grandes expectativas, ayudado por su mayor colaborador y hombre de confianza: Eugenio Pacelli.



8 de febrero de 2009

La vida de Pío XII en cómic-y 5











FINIS

7 de febrero de 2009

La vida de Pío XII en cómic-4











4 de febrero de 2009

CRUZADA DE ORACIONES POR EL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Hacemos público este comunicado que hemos subscrito juntamente con otras organizaciones para pedir oraciones por el Santo Padre felizmente reinante. No podemos no pensar en que a Benedicto XVI le ha tocado sufrir en carne propia la maledicencia de la que también es víctima su venerado y amado predecesor Pío XII.





1. El día de hoy, 4 de febrero de 2009, la Secretaría de Estado de Su Santidad ha hecho pública una nota acerca de los últimos acontecimientos relativos a la decisión del Santo Padre de levantar la pena de excomunión latae sententiae que pesaba sobre los cuatro obispos de la Fraternidad Sacerdotal de San Pío X desde 1988, cuando fueron consagrados ilícitamente por monseñor Marcel Lefebvre. Como se sabe, unas declaraciones –anteriores al decreto de la Congregación para los Obispos de 21 de enero último e inéditas– de monseñor Richard Williamson, en las que el prelado se mostraba partidario de tesis revisionistas de la Shoah, han provocado una campaña intensiva en los medios de comunicación dirigida contra el Santo Padre Benedicto XVI, en la que es acusado de favorecer el antisemitismo por “rehabilitar a un obispo que niega el holocausto”. En estas circunstancias, algunos sectores han aprovechado, además, para reiterar sus ataques al Papa por llevar a cabo lo que juzgan una “política de regresión y de olvido del concilio Vaticano II” que marcaría su pontificado con medidas como la liberalización de la misa romana anterior a las reformas postconciliares y la mano tendida a los dirigentes de la FSSPX.

2. La nota de la Secretaría de Estado de Su Santidad a la que nos referimos concluye con esta exhortación: “El Santo Padre pide el acompañamiento de la oración de todos los fieles para que el Señor ilumine el camino de la Iglesia. Que aumente el compromiso de los Pastores y de todos los fieles en apoyo de la delicada y pesada misión del Sucesor del Apóstol Pedro como «custodio de la unidad» en la Iglesia” (traducción castellana de La Buhardilla de Jerónimo). Conscientes, pues, de nuestro deber como católicos, fieles hijos del Papa, queremos hacernos eco de esta petición y de sus intenciones, poniéndonos resueltamente de su lado en estas difíciles circunstancias y ofreciendo nuestras plegarias por sus intenciones. Al mismo tiempo, hacemos un humilde pero ferviente llamado a todos los católicos para que nos unamos todos en una cruzada de oración por el Santo Padre Benedicto XVI a llevarse a cabo este próximo viernes 6 de febrero, primer viernes de mes, dedicado especialmente al Sagrado Corazón de Jesús, “fuente de todo consuelo” y “paz y reconciliación nuestra”.

3. Así pues, proponemos:

a) a los sacerdotes:

- que ofrezcan la misa votiva del Sagrado Corazón ad mentem Romani Pontificis y con las conmemoraciones Pro Papa,
- que, en la adoración eucarística, antes de reservar, añadan –si no lo hacen ya- las preces Pro Romano Pontifice.

b) a los fieles:

- que ofrezcan la santa comunión reparadora especialmente por la salud, intenciones e incolumidad del Santo Padre,
- que asistan a la adoración eucarística allí donde ésta tenga lugar y se unan a las preces por el Papa,
- que ofrezcan el rezo del Santo Rosario, en privado o en común, íntegramente por el Romano Pontífice.

c) a todos:

- si es posible, recitar públicamente (o al menos en privado) los Salmos Penitenciales y las Letanías de los Santos en reparación por los ataques de los que es objeto el papa Benedicto XVI y la Santa Madre Iglesia.

Agradecemos de antemano la acogida brindada a esta iniciativa, nacida del amor y la adhesión al sucesor de Pedro, piedra de toque del verdadero catolicismo, y rogamos encarecidamente que se extienda a cuantas más personas sea posible para estrechar espiritualmente filas en torno a Benedicto XVI, a quien Dios guarde muchos años para bien de su Iglesia.


+ Barcelona, a 4 de febrero de 2009.
Annum Paulinum
Annum Pacellianum



COMITATVS PRO ECCLESIA ET PONTIFICE
ROMA AETERNA
SODALITIVM INTERNATIONALE PASTOR ANGELICVS




3 de febrero de 2009

La vida de Pío XII en cómic-3











La vida de Pío XII en cómic-2