Nuestro buen amigo platense y delegado del SIPA para la Argentina, Walter Gómez, ha tenido la gentileza de hacernos llegar un interesante artículo aparecido ayer en el boletín AICA refiriéndose a la inminente conmemoración del 75º aniversario del Congreso Eucarístico Internacional de Buenos Aires. En él se reproduce la crónica que hizo un testigo de excepción del magno acontecimiento: Hugo Wast. Por su gran interés testimonial reproducimos lo publicado por AICA, que servirá, además, como preludio a la serie de artículos que dedicaremos a partir de mañana a esta importantísima efeméride.
En el 75º aniversario recordarán la comunión de los niños
Mañana, jueves 8 de octubre la Junta de Historia Eclesiástica Argentina conmemorará, en un acto que tendrá lugar a las 18.30 en el auditorio del Banco de la Ciudad (Esmeralda 660), el XXXII Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Buenos Aires en octubre de 1934, y del que se cumplen ahora 75 años.
Uno de los actos más significativo de aquel acontecimiento, fue la Primera Comunión de miles de niños que se prepararon para ese día desde comienzos del año. En ese tiempo, según la recomendación del papa San Pío X, la primera comunión se recibía a los 7 años.
Uno de los actos más significativo de aquel acontecimiento, fue la Primera Comunión de miles de niños que se prepararon para ese día desde comienzos del año. En ese tiempo, según la recomendación del papa San Pío X, la primera comunión se recibía a los 7 años.
El responsable de prensa de aquel Congreso, el novelista católico Gustavo Martínez Zuviría, más conocido por su seudónimo Hugo Wast (foto), en uno de sus libros narra lo ocurrido ese día, que él presenció desde la plataforma donde se celebraron las misas al pie de la gran cruz del Congreso. A continuación damos un trozo de ese relato.
El día de la Comunión de los niños
Los perfumes del bosque, renovados por la primavera incomparable, ascendían en el aire purísimo, semejantes al humo de un incensario.
Y allí, cortando el cielo sin la más ligera nube, la Cruz, maravillosa de genio, férrea en su estructura, mas de tal manera graciosa y alada, que parecía hecha de nieve. Adentro de su enorme caparazón blanca se ocultaba el Monumento de los Españoles. España venía a quedar así, providencialmente, en el lugar que le ha dado su historia, en el corazón de la Cruz.
A las siete no había un alma en el vasto anfiteatro. Dos o tres figuras negras se movían sobre la alta plataforma, cerca de los cuatro altares en que los cardenales celebrarían la misa. Subí la escalinata y escuché la conversación que mantenían en francés aquellos señores, llegados para las fiestas y sin duda testigos de otros congresos en otras naciones:
-Los argentinos son muy optimistas, y anuncian grandes cosas. ¡Vamos a ver! Son las siete de la mañana, y aquí no hay nadie. ¿Los cree usted capaces de concentrar los ochenta mil niños que deben comulgar en la misa de las ocho?
El que oía, un sacerdote, no ocultó su inquietud, pero respondió así:
-Ellos afirman que a la hora de la misa estarán aquí los ochenta mil niños.
El que oía, un sacerdote, no ocultó su inquietud, pero respondió así:
-Ellos afirman que a la hora de la misa estarán aquí los ochenta mil niños.
-¡Imposible! Ni ochenta, ni cincuenta, ni veinte. ¿Calcula usted lo que es traer dos mil camiones y tranvías desde los extremos de una ciudad como ésta, más extensa que París y que Londres, y concentrarlos en un solo sitio, en los sesenta minutos que faltan?
-¡Realmente! Pero ellos…
-Yo he visto movilizar cuerpos de ejército. El sólo esfile de diez mil soldados exige dos o tres horas… ¿Cómo piensan concentrar en una, ochenta mil niños? ¡Sería un milagro!
-Esperemos, pues, el milagro -respondió el sacerdote.
Di vuelta alrededor de la Cruz. De pronto, desde aquella plataforma que dominaba un enorme espacio, se vieron aparecer las cabezas de las primeras columnas. De todos los rumbos, por calles y avenidas, se aproximaban centenares de automóviles, tranvías, camiones, repletos de chiquillas vestidas de blanco y de muchachos con trajes domingueros y moño al brazo. Y aquella cohorte se movía y avanzaba como un mecanismo perfecto ensayado cien veces. Era una visión estupenda.
-¡He ahí el milagro! -exclamó, atónito, el sacerdote. A las ocho en punto, los innumerables bancos de las avenidas se llenaron con graciosos enjambres de criaturas, bajo el brillante sol de octubre, que hacía resplandecer las velas, y los ojos, y las almas. ¡Ciento siete mil niños! ¡Veintisiete mil más de los calculados!
Descendía de la plataforma, pero me detuve impresionado por el cuadro bellísimo; y en ese minuto las cuatro graderías de la Cruz quedaron ocupadas por dignatarios de la Iglesia, con ornamentos litúrgicos, y sacerdotes de sobrepelliz. No pude ni retroceder, ni avanzar, y me encontré acorralado.
Ya sobre los altares, donde cuatro cardenales empezaron a celebrar la misa, resplandecieron trescientos copones colmados de hostias que iban a ser consagradas.
[Aún no existía la concelebración, por eso hubo cuatro misas simultáneas celebradas por sendos cardenales, sobre cuatro altares que miraban hacia los cuatro rumbos donde estaban ubicados los niños. Nota de AICA]
Desde la torre de comando, un locutor iba describiendo la ceremonia, y su frase ferviente se esparcía por el mundo.
Los cien mil niños arrodillados formaban una cruz clara y viviente en medio de la muchedumbre oscura y densa, más de un millón de personas, que cubría los jardines.
Llegó la Consagración. El locutor anunció que dentro de breves instantes, por las palabras del celebrante, aquel pan y aquel vino se convertirían en el cuerpo y en la sangre de Jesucristo. Augusto silencio recibió sus palabras.
Poco después vi descender por las gradas los trescientos sacerdotes de estola y sobrepelliz, llevando el copón, cubierto de un corporal para que el viento no arrebatase las sagradas hostias. Muchos ocuparon los automóviles que los aguardaban, porque debían dar la Comunión a niños que distaban centenares de metros.
Cuando ya las misas habían concluido, los sacerdotes proseguían distribuyendo la Comunión, con un orden maravilloso. Media hora después, todos los niños, sin moverse de su lugar, habían comulgado y daban gracias repitiendo la oración que, como otro pan celeste, distribuía el locutor desde su torre. Y todo se realizó en menos de hora y media.
"¡Esto es el paraíso!"
El micrófono entonces anunció al Legado del papa Pío XI, el cardenal Eugenio Pacelli [quien antes de cinco años sería el papa Pío XII], que apareció al extremo de la Avenida Alvear [hoy avenida del Libertador], bendiciendo al pueblo. Pasó maravillado en medio de los cien mil pequeños comulgantes, que lo vitoreaban agitando banderitas papales y argentinas, se llenaron de lágrimas sus oscuras pupilas, y exclamó: ¡Esto es el paraíso!
Buenos Aires, 7 de octubre de 2009 (AICA)
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