1950 puede ser considerado el vértice y punto culminante del pontificado del venerable Pío XII. Era año jubilar y los peregrinos afluían a Roma en muchedumbres sin precedentes, venidas quizás porque en la capital del Papado veían la única roca de estabilidad y el único puerto de seguridad después que en el curso de la terrible guerra que acababa de desangrar se habían perdido todos los referentes humanos. La voz del Vicario de Cristo se había alzado con una altísima autoridad moral y era respetada y escuchada hasta por los líderes políticos y religiosos y los pueblos ajenos al catolicismo. La Iglesia mostraba una vitalidad y dinamismo enormes: gran florecimiento de vocaciones, aumento constante de la práctica dominical en los fieles, surgimiento de nuevas formas de vida consagrada y apostolado, difusión sin precedentes de las misiones católicas en el mundo entero, un renovado interés por la sagrada liturgia… Cierto es que este panorama alentador ofrecía algunas sombras (empezaba a insinuarse la contestación teológica del magisterio, algunos sectores del clero se comenzaban a ideologizar, el peligro de caer en la rutina y en la instalación en la comodidad de una religiosidad puramente formal se cernía sobre no pocos fieles), pero los aspectos más visibles eran los positivos.
“Quapropter, postquam supplices etiam atque etiam ad Deum admovimus preces, ac Veritatis Spiritus lumen invocavimus, ad Omnipotentis Dei gloriam, qui peculiarem benevolentiam suam Mariae Virgini dilargitus est, ad sui Filii honorem, immortalis saeculorum Regis ac peccati mortisque victoris, ad eiusdem augustae Matris augendam gloriam et ad totius Ecclesiae gaudium exsultationemque, auctoritate Domini Nostri Iesu Christi, Beatorum Apostolorum Petri et Pauli ac Nostra pronuntiamus, declaramus et definimus divinitus revelatum dogma esse : Immaculatam Deiparam semper Virginem Mariam, expleto terrestris vitae cursu, fuisse corpore et anima ad caelestem gloriam assumptam”.
“Por tanto, después de elevar a Dios muchas y reiteradas preces e invocar la luz del Espíritu de la Verdad, para gloria de Dios omnipotente, que otorgó a la Virgen María su peculiar benevolencia; para honor de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y vencedor del pecado y de la muerte; para acrecentar la gloria de esta misma augusta Madre y para gozo y alegría de toda la Iglesia, por la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y por la nuestra, pronunciamos, declaramos y definimos ser dogma de revelación divina que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste”. (Bula Munificentissimus Deus, 44; Denz. 3903).
¿Cómo se llegó a la definición del cuarto dogma mariano? En realidad se trataba de una creencia constante del pueblo fiel documentada al menos desde el siglo V. Tan arraigada estaba en la fe de las naciones que en 1638 el rey Luis XIII de Francia no dudó en consagrar su reino a la Santísima Virgen bajo el misterio de su Asunción, declarándola su patrona y protectora y mandando que el 15 de agosto de cada año se celebrase su fiesta con solemne pompa. A nivel teológico, el gran impulso lo recibió la doctrina de la Asunción de los estudios suscitados con ocasión de la proclamación de la Inmaculada Concepción por el beato Pio IX, que inauguró la era de la llamada Mariología científica moderna. El tratado de Beata no había sido hasta el siglo XVI –cuando san Pedro Canisio y Francisco Suárez fundaron la Mariología positiva y especulativa– una disciplina tratada sistemáticamente y con autonomía, sino que se la estudiaba como parte de sumas teológicas. Ni qué decir tiene que un tratado específico sobre la Asunción era inexistente. Por otra parte, los libros especialmente dedicados a la Madre de Dios eran más obras de mística y de piedad que de rigor científico, convirtiéndose en el siglo XVII en magnas y barrocas creaciones que produjeron un efecto de repulsa racionalista y minimalista (como la Mariologie del jesuita Théophile Raynaud).
La profundización en la reflexión teológica sobre el gran privilegio de la Inmaculada a que dio lugar la definición de la Inmaculada mostró la conexión entre este misterio y el de su Asunción corporal a los cielos. Si la Inmaculada Concepción representa el estadio inicial de la existencia terrena de María, su gloriosa Asunción representa su estadio final, el culmen lógico del desarrollo progresivo de su plenitud de gracia y de su santidad. Fue precisamente alrededor de 1854, año de la definición inmaculista, cuando se manifestó con fuerza el movimiento asuncionista, el cual fue iniciado, por una parte, fray Jorge Sánchez, obispo del Burgo de Osma, en 1849 y, por otra, san Antonio María Claret, confesor de doña Isabel II, en 1863. Esta reina de España solicitó oficialmente al Papa la definición del dogma de la Asunción (petición que sería renovada, tras la restauración de la monarquía, por la reina regente doña María Cristina y más tarde por el proprio rey don Alfonso XIII).
Concomitantemente, aparecieron las primeras ediciones críticas de los Apócrifos relativos a la Asunción (que tanta importancia habían tenido en el desarrollo de esta creencia): en 1865 el orientalista William Wright publicó en Londres Contributions to the apocryphal literature of the New Testament (que le sirvió para su ensayo The Departure of my Lady Mary from this World del mismo año) y en 1866 el biblista Constantin von. Tischendorf sacó a la luz Apocalypses apocryphae. A partir de esta época la Teología asuncionista se fue abriendo paso con cada vez mayor brío, sobre todo gracias a las encíclicas marianas de los Papas, especialmente las de León XIII, y a los Congresos Mariológicos, que comenzaron a multiplicarse y que fomentaron, además, un movimiento paralelo a favor de la doctrina de la Mediación universal (la cual, a su vez, implicaba, la de la Corredención). Entre los escritos sobre la Asunción aparecidos desde entonces cabe citar, entre muchos otros, los del cardenal Benito Sanz y Forés, Alfonso M. Janucci, Léon Gry, Domenico Arnaldi, Mauricio Gordillo, Henri Jalaber, Olav Sinding, Luigi Vaccari, Joseph Tanguy, I. Wiederkehr, Guido Mattiusi, B.-H. Merkelbach, A.-E. Naegel, Joseph Plessis, François-Xavier Godts, Dom Paix Renaudin, Corentin Legrand, Dom A. Willmart, Andrés Ocerín de Jáuregui, P.I. Toner y Rudolph Willard.
En general la cuestión no se planteaba en términos de si hubo o no Asunción psicosomática de María a los cielos (los autores estaban de acuerdo en afirmarla); el verdadero meollo consistía en hallar el nexo con la tradición apostólica de una creencia cuyas fuentes testimoniales más antiguas databan sólo del siglo V y a través de los libros apócrifos. La definibilidad del dogma, en efecto, dependía de que se considerase a este misterio como parte del depósito revelado (por eso algunos autores como Bernhard Poschmann y Berthold Altaner, que no lo veían de ese modo, lo reducían a la categoría de sententia pia). Por otra parte, la Asunción implicaba un tema conexo, a saber el de la inmortalidad de la Santísima Virgen, es decir, si María había subido a los cielos en cuerpo y alma previa su muerte y resurrección o si no había pasado por ese trance (lo que suponía su transformación en cuerpo glorioso sin mediar separación de alma y cuerpo). Fue en este contexto en el que apareció en 1944 el importante tratado de fr. Martin Jugie, religioso asuncionista (1878-1954), que lleva por título La mort et l’Assomption de la Sainte Vierge. Étude histórico-doctrinale (Tipografía Vaticana).
El P. Jugie sostenía, en primer lugar, que los apócrifos, en razón de ser relatos plagados de elementos fantasiosos y hasta inverosímiles, no podían ser tenidos como testimonio fiable de una tradición anterior que, sin duda, existió en forma oral en un círculo restringido en torno al apóstol san Juan. Dado, pues, que no se podía hallar el vínculo directo con la Sagrada Escritura y la Tradición en apoyo de la Asunción, proponía que se procediese con ella como con una canonización, la cual goza de certeza dogmática y toca el campo de lo infalible sin que se recurra al argumento de la Revelación. En cuanto a la cuestión de la inmortalidad de la Virgen, nuestro autor, sin defenderla claramente, mostraba que durante los cinco primeros siglos del cristianismo (es decir, antes de la aparición de los Apócrifos de la Asunción) no se tenía por cierto el hecho de que la Virgen hubiera muerto. Los dos únicos padres que abordaron directamente el tema fueron los palestinenses san Epifanio de Salamina (para ponerlo en duda) y Timoteo de Jerusalén (para negarlo). Además, la Iglesia, al establecer la primitiva fiesta de la Memoria de Santa María (la del 15 de agosto) no hizo mención alguna de él. Que después se haya llegado a afirmarla y creerla generalmente (al punto que en Oriente se celebra la Dormición de la Virgen) es resultado de la difusión de los apócrifos, que suponían que el modo más natural de abandonar el mundo era la muerte.
Al paso del P. Jugie salió en 1946 el franciscano dálmata Carlos Balic (1899-1977), quien en su largo artículo De definibilitate Assumptionis B. Mariae Virginis in coelum (publicado en 1946 en la revista del Antonianum de Roma) revaloriza el testimonio de los apócrifos de la Asunción, juzgando hipercrítico el juicio que le merecen al P. Jugie. Para Balic, si bien es cierto que tales escritos están llenos de fantasía, ello no es óbice para considerar que contienen un núcleo de la verdad transmitida por la tradición, del mismo modo como acaece con otros evangelios apócrifos, como los de infancia o protoevangelios, tributarios de la segura tradición lucana aunque no divinamente inspirados. Además, no es posible pensar en un estallido repentino de la creencia en la Asunción, que habría surgido por una suerte de generación espontánea sin una tradición previa que la sustentase. Bajo la exuberancia propia de los escritos apócrifos se esconde sin duda una creencia antigua y venerable. En cuanto a la muerte de la Santísima Virgen, el franciscano prefiere la opinión que sostiene que, aunque inmortal de derecho, la Madre de Dios murió de hecho por mejor asimilarse a su Divino Hijo el Redentor.
La definición dogmática pronunciada por el venerable Pío XII esclareció infaliblemente el primer aspecto de la cuestión de la Asunción; no así el segundo, que dejó, como materia opinable, a la disputa de los teólogos. En efecto, a lo largo de la bula Munificentissimus, el Papa ofrece algunos argumentos que muestran una conexión con la revelación, aunque ésta no se encuentre explícita ni en la Escritura ni en la Tradición primitiva. Se trata del llamado “revelado implícito” (como es el caso del número septenario de los Sacramentos, por ejemplo) y lo ve básicamente en el sensus fidelium, en el testimonio de la sagrada liturgia y en el de algunos Santos Padres, principalmente san Juan Damasceno y san Germán de Constantinopla. Pero, para evitar el peligro de que el sensus fidelium, de ser testimonio pasase a ser visto erróneamente como fundamento del dogma, el Papa recurre al testimonio de la Sagrada Escritura interpretada por la tradición eclesiástica representada por los principales teólogos escolásticos antiguos y modernos, que prueban la verdad de la Asunción. En lo que se refiere a la inmortalidad de la Virgen, separa el Romano Pontífice lo que constituye el hecho de la Asunción (materia del dogma) de las circunstancias en que se produjo (es decir, con muerte y resurrección previa o con transformación directa en cuerpo glorioso sin pasar por la muerte). Por eso, al definir el dogma cuidó al extremo las palabras y proclamó infaliblemente que María había subido en cuerpo y alma a los cielos “una vez cumplido el curso de su vida terrena” (“expleto terrestris vitae cursu”), sin especificar el modo cómo ese curso llegó a su término.
En cuanto a la historia externa del dogma, queda decir que el papa Pacelli había dirigido a los obispos católicos de todo el mundo la encíclica Deiparae Virginis de 1º de mayo de 1946, pidiéndoles su parecer sobre si era oportuna en su opinión una definición dogmática de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos. De esta manera respondía no sólo a un impulso que le dictaba su inequívoca devoción mariana (desde 1903 pertenecía a “Congregación de Nobles del Santísimo Sacramento y de la Asunción de Nuestra Señora” erigida en Roma), sino a la petición en tal sentido firmada por más de ocho millones de fieles que le habían hecho llegar. La contestación de los prelados fue abrumadoramente afirmativa: sólo seis de entre los 1.181 consultados manifestaron alguna reserva. La prevista definición recibió la ratificación final de los cardenales reunidos en consistorio semipúblico el 30 de octubre de 1950, es decir, dos días antes de que se verificase el acto. En tal ocasión el venerable Pío XII dijo que “el coro admirable y prácticamente unánime de pastores y fieles profesaban la misma fe y pedían la misma cosa como sumamente deseada por todos” y “como toda la Iglesia Católica no puede engañar ni ser engañada, tal verdad, firmemente creída ha sido revelada por Dios y puede ser definida con Nuestra suprema autoridad”.
Esa misma tarde y en los dos días sucesivos, el Papa fue testigo, durante su paseo por los jardines vaticanos, de la reproducción del milagro de Fátima, como si se tratara de una confirmación celeste de la proclamación dogmática. La vinculación de Eugenio Pacelli con el misterio de Fátima es sugestiva: recuérdese que su consagración episcopal por el papa Benedicto XV tuvo lugar el 13 de mayo de 1917, día en que se produjo la primera de las apariciones. El 31 de octubre, a la hora del crepúsculo, partía de la basílica romana de Santa María in Ara Coeli una impresionante y multitudinaria procesión de clero y fieles acompañando la venerable imagen de la Santísima Virgen bajo la advocación de Salus Populi Romani (Salvación del pueblo romano), que se venera habitualmente en la Capilla Paulina de la basílica de Santa María la Mayor y en cuyo altar ofreciera por primera vez el santo sacrificio el entonces neopresbítero Eugenio Pacelli el 3 de abril de 1899. El sagrado icono –que sería coronado canónicamente por el propio Pío XII en 1954– fue llevado a la basílica patriarcal de San Pedro donde fue colocado para presidir la tan ansiada proclamación del dogma asuncionista.
Así como la definición de 1854 propició y favoreció la de 1950, ésta produjo un desarrollo tal de los estudios mariológicos en la siguiente década que se llegó a postular la definición de otros dos dogmas marianos: el de la Corredención de la Virgen y el de la Mediación universal de las gracias. El año santo mariano de 1954 y los congresos marianos nacionales e internacionales que se sucedieron (como el importantísimo congreso nacional de Zaragoza de 1954) favorecieron ese desarrollo, que, inopinadamente se vio truncado por la corriente minimalista que había empezado a insinuarse en ciertos ambientes y que prevaleció en el aula conciliar al negar a la Virgen un esquema propio. Hoy en día una noción falsa de ecumenismo constituye el principal obstáculo para el avance de dichas doctrinas marianas, cosa que el venerable Pío XII hubiera estado bien lejos de imaginar.
Extraordinario documental sobre la definición del dogma de la Asunción
por el Venerable Pío XII, el 1º de noviembre de 1950
por el Venerable Pío XII, el 1º de noviembre de 1950
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