Como nuestros lectores habrán advertido, este blog se ha enriquecido con un hilo musical consistente en la Primera Sinfonía en do mayor, opus 21, de Ludwig van Beethoven (1770-1827). La elección no es casual: Pío XII pidió escucharla en su lecho de muerte y pudo gozar de su primer movimiento antes de sumirse en el letargo precedente a la agonía. Eugenio Pacelli fue un gran melómano y, además, un talentoso violinista desde su niñez. En una composición que hizo a los trece años describiéndose, consignó lo siguiente: “Como amo la música, disfruto tocando algún instrumento en mi tiempo libre, especialmente durante las vacaciones” (Ilse Lore Konopatzki: Eugenio Pacelli, p.24). El P. Burkhardt Schneider, S.I. nos informa que el talento del joven Eugenio Pacelli con el violín era tal que habría podido tocar perfectamente en una orquesta sinfónica, prefiriendo interpretar obras de Bach. Mozart, Beethoven y Mendelssohn (Pio XII, pace, opera della giustizia, Torino, 1984, p. 11).
Como italiano debía ser sensible al gran arte nacional de la lírica (il dramma in música). Como romano no podía por menos de apreciar la riqueza de la escuela polifónica de Palestrina y la organística de Frescobaldi. Como nuncio en Múnich y en Berlín (con doce años de estancia en Alemania), se familiarizó con la gran tradición sinfónica germánica través de sus principales exponentes: Beethoven, Brahms, Brückner. Se sabe que el primero era su preferido, lo cual no es extraño si se considera la afinidad de sus personalidades: ambos, en efecto, eran hombres fundamentalmente solitarios y de una rica y profunda interioridad, sin ser por ello misántropos, sino todo lo contrario. Basta leer el Testamento de Heiligenstadt del maestro de Bonn para darse cuenta de su inmensa humanidad, la misma que Pío XII supo desplegar sobre toda clase de personas, especialmente las más sufrientes.
La predilección de Pío XII por Beethoven era por todos conocida. El 26 de mayo de 1955, la Orquesta Filarmónica de Israel, de gira por Italia, se presentó ante el papa Pacelli para interpretar en su honor la Séptima Sinfonía en la mayor, opus 92. Según reseñaba el diario israelí Jerusalem Post en su edición del 29 siguiente, su director, el maestro Paul Klecki, había querido que su primera actuación en el país anfitrión fuera ante el Romano Pontífice “como gesto de gratitud por la ayuda que su Iglesia había prestado a los perseguidos por el nazi-fascismo”. Pío XII recibió también, entre otras visitas de ilustres directores y de sus orquestas, la de Eugen Jochum (1902-1987) a la cabeza de la Orquesta Sinfónica de la Radio de Baviera. Jochum, fervoroso católico, era conocido por su especial maestría en dirigir las nueve sinfonías de Beethoven (cuyas grabaciones se consideran hoy históricas).
Como curiosidad de gran interés para nuestro tema nos permitimos reproducir el texto de un artículo publicado por el diario español ABC en su edición del 15 de octubre de 1958, seis días después del fallecimiento de Pío XII. Su autor es el sacerdote Don Norberto Almandoz Mendizábal (1893-1970), que era también compositor y organista, natural de Guipúzcoa y que entre 1935 hasta su muerte se desempeñó como crítico de música para la edición sevillana del ABC. Fue también un gran animador de la vida musical de la capital hispalense, donde ejerció la mayor parte de su vida el sacerdocio y la docencia. Su artículo empieza y acaba con la referencia a la Primera Sinfonía de Beethoven, última obra que escuchó el Pastor Angelicus antes de partir para la Casa del Padre. Hemos querido también incluir el comentario sobre esta obra del especialista beethoveniano Joseph Schmid-Görg, autor del ya clásico libro del bicentenario (1770-1970), verdadera joya bibliográfica.
Pío XII y la Música
Por Norberto Almandoz
(foto)
Pío XII quiso escuchar en su cámara de enfermo, en la víspera de su muerte, el primer tiempo de la “Primera sinfonía” de Beethoven, escribía en estas mismas páginas, hace unos días, el cronista de Roma Julián Cortés Cavanillas. No pudo imaginarse Beethoven que su juvenil producción estuviera destinada a recrear el espíritu de un excelso Pontífice presto a traspasar los umbrales de la eternidad. Sabemos de él que cultivó la música con ardorosa pasión, fomentándola con su asidua asistencia a los conciertos sinfónicos e interpretando en el violín, con gran sentido artístico selectas composiciones.
Es singular coincidencia –disposición divina– que los tres Papas Píos que han regido la Iglesia durante el presente siglo –San Pío X, Pío XI y Pío XII– hayan dedicado predilecta atención y significadas muestras de interés a la música. El panorama ý circunstancias en que debieron desarrollar esta atención y actividades en Encíclicas y documentos pontificios fueron asaz diversos. A San Pío X le correspondió desbrozar el campo musical religioso de producciones en que el espíritu profano se había infiltrado, dominándole por completo. León XIII había iniciado una regenración, seguida por algunos artistas de buena voluntad. Se imponía una reacción fuerte y pujante para contrarrestar las consecuencias de la invasora corruptela. La publicación del Motu Proprio [Tra le sollecitudini] clareó el enrarecido horizonte con sus sabias disposiciones. Cumplir las normas dictadas contra inveterados abusos constituía empresa heroica. A grandes males, enérgicos remedios.
San Pío X, adaptándose a la música contemporánea, decretó como ejemplo de arte religioso el canto gregoriano y el polifónico, permitió el uso del órgano y aun tolerói el de los instrumentos de cuerda “con permiso del ordinario”. La reforma reclamaba, dado el repertorio reinante de arias, dúos y concertantes, medidas de gran severidad. El mismo empleo del órgano –instrumento eminentemente litúrgico–, el clima del estilo vocal, remedo de absurda influencia teatral, requería saneamiento a toda prueba. El “bel canto” demandaba en una misa las mismas prerrogativas que en una ópera. Reparado el género con producción escrita al dictado de las normas pontificias, compositores italianos, alemanes, franceses, españoles, etcétera, enriquecieron el repertorio sacro con obras de noble porte y altamente dignas de la Casa de Dios.
Pío XI, ante la evolución operada en la música –visiblemente reflejada en la religiosa–, conceptuando el arte vocal como preferido, dio un paso adelante en los instrumentos, empleados siempre con tacto y discreción que no desdigan de su destino. Si el órgano es instrumento que en sí reúne la variedad tímbrica de la orquesta, era lógico que ésta fuera admitida, acatando las cualidades inherentes a su estilo.
Pío XII, sin abolir las sanas intenciones del documento de su predecesor San Pío X, sintiéndose artista y fervoroso amante de la música, brinda en su “Disciplina de la música religiosa” [Musicae Sacrae disciplina] horizontes inéditos, ampliando su criterio en pro del arte sacro. En su glorioso pontificado se rehabilitan autores y obras postergados anteriormente. Obras de Gounod, proscritas en tiempos de San Pío X, son interpretadas en la capilla privada de Pío XII. Su condición de violinista e inteligente melómano y su prolongada estancia en Alemania le familiarizan con obras instrumentales religiosas de severa y noble dignidad. Ensancha su tolerancia sobre los instrumentos. Estudiada la naturaleza de algunos de ellos, dedúcese que permisión o prohibición estriban en el empleo que se haga de ellos. El timbal, instrumento de percusión, realza la brillantez de algunas misas de Griesbecher y Perosi, paladines del arte sacro.
En el uso de la orquesta, más se ha de atender al espíritu de la obra que al material de los instrumentos intérpretes, el violín, por sí, ni es religioso ni antirreligioso: la composición será la que lo desvié a un polo u otro. El mismo órgano, instrumento por excelencia litúrgico, puede convertirse en antilitúrgico si en él se interpretan obras sin espíritu religioso. Conocemos obras, y citamos, entre otras, la magnífica “Misa de Réquiem” de Goller, el gran maestro austríaco, para coros, trompas y trombones, de contenido dogmáticamente religioso y litúrgico.
El consejo de San Pablo: “Atiéndase más al espíritu que a la letra; aquél vivifica y ésta mata”, es aplicable a cualquiera de los actos de la vida humana. Pío XII supo armonizarlo admirablemente.
Ecomendamos al Papa santo, sabio, prudente, caritativo, legislador, políglota, artista y músico, que llevó jirones de la “Primera Sinfonía” de Beethoven hasta las puertas de la celestial Jerusalén, donde los coros celestiales, acompañados de cítaras y arpas –“sin permiso del ordinario” – entonaron el inefable “Al Paraíso te lleven los ángeles” [In Paradisum deducant te Angeli].
Es singular coincidencia –disposición divina– que los tres Papas Píos que han regido la Iglesia durante el presente siglo –San Pío X, Pío XI y Pío XII– hayan dedicado predilecta atención y significadas muestras de interés a la música. El panorama ý circunstancias en que debieron desarrollar esta atención y actividades en Encíclicas y documentos pontificios fueron asaz diversos. A San Pío X le correspondió desbrozar el campo musical religioso de producciones en que el espíritu profano se había infiltrado, dominándole por completo. León XIII había iniciado una regenración, seguida por algunos artistas de buena voluntad. Se imponía una reacción fuerte y pujante para contrarrestar las consecuencias de la invasora corruptela. La publicación del Motu Proprio [Tra le sollecitudini] clareó el enrarecido horizonte con sus sabias disposiciones. Cumplir las normas dictadas contra inveterados abusos constituía empresa heroica. A grandes males, enérgicos remedios.
San Pío X, adaptándose a la música contemporánea, decretó como ejemplo de arte religioso el canto gregoriano y el polifónico, permitió el uso del órgano y aun tolerói el de los instrumentos de cuerda “con permiso del ordinario”. La reforma reclamaba, dado el repertorio reinante de arias, dúos y concertantes, medidas de gran severidad. El mismo empleo del órgano –instrumento eminentemente litúrgico–, el clima del estilo vocal, remedo de absurda influencia teatral, requería saneamiento a toda prueba. El “bel canto” demandaba en una misa las mismas prerrogativas que en una ópera. Reparado el género con producción escrita al dictado de las normas pontificias, compositores italianos, alemanes, franceses, españoles, etcétera, enriquecieron el repertorio sacro con obras de noble porte y altamente dignas de la Casa de Dios.
Pío XI, ante la evolución operada en la música –visiblemente reflejada en la religiosa–, conceptuando el arte vocal como preferido, dio un paso adelante en los instrumentos, empleados siempre con tacto y discreción que no desdigan de su destino. Si el órgano es instrumento que en sí reúne la variedad tímbrica de la orquesta, era lógico que ésta fuera admitida, acatando las cualidades inherentes a su estilo.
Pío XII, sin abolir las sanas intenciones del documento de su predecesor San Pío X, sintiéndose artista y fervoroso amante de la música, brinda en su “Disciplina de la música religiosa” [Musicae Sacrae disciplina] horizontes inéditos, ampliando su criterio en pro del arte sacro. En su glorioso pontificado se rehabilitan autores y obras postergados anteriormente. Obras de Gounod, proscritas en tiempos de San Pío X, son interpretadas en la capilla privada de Pío XII. Su condición de violinista e inteligente melómano y su prolongada estancia en Alemania le familiarizan con obras instrumentales religiosas de severa y noble dignidad. Ensancha su tolerancia sobre los instrumentos. Estudiada la naturaleza de algunos de ellos, dedúcese que permisión o prohibición estriban en el empleo que se haga de ellos. El timbal, instrumento de percusión, realza la brillantez de algunas misas de Griesbecher y Perosi, paladines del arte sacro.
En el uso de la orquesta, más se ha de atender al espíritu de la obra que al material de los instrumentos intérpretes, el violín, por sí, ni es religioso ni antirreligioso: la composición será la que lo desvié a un polo u otro. El mismo órgano, instrumento por excelencia litúrgico, puede convertirse en antilitúrgico si en él se interpretan obras sin espíritu religioso. Conocemos obras, y citamos, entre otras, la magnífica “Misa de Réquiem” de Goller, el gran maestro austríaco, para coros, trompas y trombones, de contenido dogmáticamente religioso y litúrgico.
El consejo de San Pablo: “Atiéndase más al espíritu que a la letra; aquél vivifica y ésta mata”, es aplicable a cualquiera de los actos de la vida humana. Pío XII supo armonizarlo admirablemente.
Ecomendamos al Papa santo, sabio, prudente, caritativo, legislador, políglota, artista y músico, que llevó jirones de la “Primera Sinfonía” de Beethoven hasta las puertas de la celestial Jerusalén, donde los coros celestiales, acompañados de cítaras y arpas –“sin permiso del ordinario” – entonaron el inefable “Al Paraíso te lleven los ángeles” [In Paradisum deducant te Angeli].
Fuente: ABC, edición para Andalucía del miércoles 15 de octubre de 1958.
Comentario sobre la Primera Sinfonía de Beethoven
Con su Primera Sinfonía abrió Beethoven, entonces de 29 años de edad, el siglo XIX en lo musical, un acontecimiento simbólico para la influencia futura de su obra sinfónica en general que constituye un plano de primer rango entre sus creaciones.
La Primera Sinfonía fue escrita presumiblemente el año 1799; el 2 de abril de 1800 se presentó por primera vez al público. Las partes instrumentales, que en 1801 aparecieron impresas, debieron ser dedicadas al protector de Beethoven Max Franz, último Príncipe de Colonia. Pero como murió en julio de ese mismo año, Beethoven dedicó su Sinfonía al bibliotecario de la Corte y apasionado admirador de la música antigua, van Swieten, el hijo del famoso médico de la cámara de la Emperatriz María Teresa.
Las interpretaciones musicales de obras de Bach y Haendel en su casa vieron con frecuencia al joven Beethoven de oyente. Significativa es la siguiente invitación de van Swieten a Beethoven: "Si no tiene Vd. ningún impedimento, quisiera pedirle que venga el próximo miércoles a las ocho y media a mi casa, trayendo consigo su gorro de dormir".
La distribución orquestal se parece mucho a la de las últimas sinfonías de Mozart, pero con el doble de instrumentos de viento de madera, lo que en adelante quedaría como regla fija. La introducción lenta ya era costumbre en Haydn y en la obertura francesa; Beethoven mantuvo esa modalidad también en su Segunda, Cuarta y Séptima Sinfonías. A pesar de lo inocentes que puedan parecernos hoy los doce compases de introducción, supusieron para sus contemporáneos desde el primer acorde a una no pequeña sorpresa: ¡Beethoven empezó con un acorde de séptima! Un comienzo tan disonante pudo ya oirse en un cuarteto para cuerda de Haydn, así como en una canción del maestro de Beethoven, Neefe, incluso en una cantata de Bach, la titulada Widerstehe doch der Sünde (BWV 54), como auténtica simbología barroca.
Beethoven repitió exactamente ese comienzo un año después en su Obertura de Prometeo, empezó una sonata para piano con una disonancia y planeó originariamente también, un acorde de séptima para el comienzo de su Sinfonía Heroica. Se podrá comprender mejor este inicio de la Primera Sinfonía a la luz de otras obras posteriores: como un enmascarimiento de la tonalidad, lo que podemos igualmente observar al comienzo de la Novena Sinfonía, y que más tarde se convertiría en medio estilístico preferido especialmente por el Romanticismo.
El tema del primer movimiento se ha comparado a menudo con la Sinfonía Júpiter de Mozart, aunque el parecido es más bien exterior: igualmente se podría señalar la influencia en la música de la Revolución Francesa, la cual tiene su papel en la obra beethoveniana, como en las Sinfonías Quinta y Séptima, y también en Fidelio. El Andante ha suscitado siempre gran admiración: en el desarrollo de este movimiento se puede apreciar, según Hermann Kretzschmar, "toda la impresionante grandeza de Beethoven, que se reconoce entre miles". Berlioz alabó el minueto como "el primogénito de la familia de aquellos queridos scherzi cuya forma inventó Beethoven". Del minueto queda propiamente aquí sólo el nombre, ya que en el carácter el scherzo beethoveniano es algo muy distinto a la antigua pieza de baile. Pero al mismo Berlioz le pareció el último movimiento de la Sinfonía "una niñería musical", a pesar de que en este final podemos admirar muchas delicadezas de composición. Por eso preferimos adoptar la opinión emitida por Carl Maria von Weber en 1816, cuando calificó a esta Primera como "magnífica, clara, fogosa". Su significación como resumen de lo anterior y presentimiento de lo futuro a la vez, la resumió Kretzschmar de la siguiente forma: es "el canto de cisne instrumental del siglo XVIII, la última manifestación sinfónica de la cultura clásica y por su simplicidad y claridad, una obra aparte ante el Romanticismo por venir, hacia cuyo sentido subjetivo nadie como Beethoven abrió el camino tan decididamente". Aún más válida es esta afirmación para la Segunda Sinfonía, que fue terminada en verano de 1802. De octubre del mismo año data el llamado Testamento de Heiligenstadt, que constituye la conmovedora prueba del comienzo de la sordera del maestro.
La Sinfonía le fue dedicada al Príncipe Karl von Lichnowsky, quizá el mayor admirador de Beethoven entre la nobleza vienesa, y al que ya le habían sido dedicados los tres Tríos para piano Op. 1, así como la Sonata Patética y otras obras.
El estreno público tuvo lugar en el Theater an der Wien el 5 de abril de 1803. Una crítica de la Allgemeine Musikalische Zeitung de Leipzig en 1804, la califica como "llena de nuevas y originales ideas de gran fuerza". En Leipzig mismo, sin embargo, se calificó 24 años más tarde, tras el primer estreno en ese lugar, como "un enorme monstruo, una serpiente antediluviana que se retuerce sin control".
Lo grotescamente que pueda comportarse el mundo se comprobó ya en 1821 en París, donde la Sinfonía fue drásticamente amputada: con el Larghetto, tan original, no sabían qué hacer, de modo que lo sustituyeron por el Allegretto de la Séptima Sinfonía, ¡que hubo de ser repetido! En todos estos disparates había, sin embargo, un fondo positivo: se percibía lo nuevo y personal de esta música.
JOSEPH SCHMIDT-GÖRG
Traducción de Ángel Carrascosa
Grabación de Primera Sinfonía por Eugen Jochum
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