2 de marzo de 2010

En el CXXXIV Aniversario del nacimiento de Eugenio Pacelli



Hoy es 2 de marzo y se conmemora un aniversario más del nacimiento de Eugenio Maria Pacelli en Roma, el año 1876. No eran tiempos muy amables para la Iglesia y para el mundo. El Papado, despojado del poder temporal, se hallaba aherrojado por la nueva autoridad política de Italia (cuya política anticlerical había desamortizado los bienes de la Iglesia) y el papa Pío IX era “el prisionero del Vaticano”. La invasión garibaldina de Roma había interrumpido indefinidamente el Concilio Vaticano I. Francia, derrotada y humillada en Sedán, abandonaba definitivamente la forma monárquica y veía nacer una vacilante e inestable Tercera República, que desembocaría en el jacobinismo y el anticatolicismo. Bismarck, por su parte, había logrado unificar Alemania bajo la Prusia militarista y protestante y había emprendido su Kulturkampf, una auténtica persecución contra la Iglesia y los católicos. El Imperio Austrohúngaro, como consecuencia de la ascensión alemana, dejaba de ser el eje de los pueblos alemanes y debía enfrentarse a los nacionalismos identitarios emergentes. España salía de un largo período de desórdenes políticos mediante la restauración de la monarquía, pero se hallaba aún dividida y empezaba a ser campo propicio para el anarquismo. Rusia promovía una política paneslavista que contribuía a la inestabilidad de regiones sensibles como los Balcanes. Únicamente la Gran Bretaña y los Estados Unidos podían ufanarse de una razonable estabilidad y progreso. Además, en ambos países la Iglesia hacía notables progresos (que llevaron a la restauración de la jerarquía católica en Inglaterra y Gales y el establecimiento de la americana). Las naciones hispanoamericanas, después de un largo período de inestabilidad política, comenzaban a consolidar su independencia y retomaban la normalidad de relaciones con Roma, interrumpida con la emancipación de España y el fin del Regio Patronato.

En el terreno económico, las sucesivas revoluciones industriales y el nuevo predominio del capitalismo habían multiplicado la producción y acelerado el progreso material, pero habían creado también un extenso y depauperado proletariado urbano, en el que hacían presa las ideologías más subversivas, debido a las flagrantes injusticias sociales. En 1864 se había fundado el primer movimiento comunista internacional. También aparecía el fenómeno anarquista, que prendió especialmente en Rusia y en España a través del nihilismo, su versión extremista y terrorista. Ésta es la época en la que empiezan los magnicidios y atentados que herirán a Europa en sus cabezas dirigentes. En contrapartida, también es el tiempo en el que se organiza el catolicismo social, que tuvo entre sus mayores exponentes a Monseñor von Ketteler, obispo de Maguncia, Frédécic Ozanam (y sus Conferencias de San Vicente de Paúl) y Albert de Mun, entre otros. En el plano religioso se vivía en la efervescencia de las controversias teológicas en torno a la conciliación del dogma con la cultura liberal dominante (presagio de la crisis modernista del siglo XX), puesta en entredicho por la encíclica Quanta cura y el Syllabus del beato Pío IX (ambos documentos de 1864). El Concilio Vaticano I había sido testigo de la resistencia de algunos sectores a la proclamación del dogma de la infalibilidad pontificia. Las relaciones de Roma con las Iglesias de Oriente y las misiones católicas (que empezaban a experimentar un gran desarrollo paralelamente a la gran expansión colonial europea) constituían por esta época fuente de satisfacción en medio de los sinsabores de los vaivenes políticos y sociales. En este contexto histórico nació el futuro Pío XII hace ahora exactamente ciento treinta y cuatro años.

Como homenaje a esta efeméride, hemos querido ofrecer a nuestros amables lectores una preciosa pieza oratoria debida nada menos que a la inspiración de alguien que vivió cerca del Pastor Angelicus durante más de veinte años, quince de ellos como substituto de la Secretaría de Estado para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios: Pablo VI. Al cumplirse el primer centenario del nacimiento del papa Pacelli quiso rendirle homenaje y pronunció una homilía en la cual no se sabe si admirar más el estilo ciceroniano (de impecable periodificación) o la inocultable y profunda admiración por el personaje. Ya hemos dicho en otras ocasiones que el papa Montini es uno de los grandes valedores de Pío XII. De hecho, aprendió a ser papa a su lado y, cuando la maledicencia se ensañó con su memoria, saltó en su inmediata y apasionada defensa, no ahorrando, ya sobre la cátedra de Pedro, ocasión para demostrar su devoción hacia aquel a quien consideraba su mentor. Hemos querido publicar la homilía de Pablo VI en el original italiano para que los que dominan esta hermosa lengua puedan gustar de su elegante estilo, pero también en nuestra traducción española para que aquellos que no conocen el idioma de Dante puedan disfrutar del magnífico panegírico en memoria de Eugenio Pacelli, a quien conmemoramos con la rendida devoción de siempre, ahora, gracias a Benedicto XVI, honrado con el título de Venerable.



CENTENARIO DELLA NASCITA DI PIO XII

Omelia di Paolo VI

Domenica, 7 marzo 1976

Il nostro spirito , attento all’annuncio evangelico di San Marco (Marc. 1, 12-15), proposto dall’odierna liturgia in questa prima domenica di quaresima alla nostra meditazione, ha davanti a sé due quadri di grande interesse : il primo quadro è quello arido, disabitato e desolato del deserto, forse quello della montagna vicina al Mar Morto, pietrosa e sabbiosa, dove la squallida solitudine mette chi vi si avventura quasi ad obbligato contatto interiore con se stesso, mentre lo espone a qualche infido incontro con le bestie selvatiche del luogo, bruciato dal sole spietato, e spazzato da raffiche di vento inclemente. Colà Gesù, spinto dallo Spirito, dopo il battesimo penitenziale, ch’egli pure volle avere dal Precursore Giovanni, si ritrasse e rimase quaranta giorni, in sovrumano digiuno, come Mosè (Ex. 34, 28; cfr. 3 Reg. 19, 8); poi alla fine, stremato dal languore e dalla fame, sostenne la triplice lotta misteriosa col diavolo, Satana lo chiamano gli Evangelisti Matteo e Marco (Matth. 4, 10; Marc. 1, 13), e fu alla fine servito dagli angeli. Quadro difficile ad un letterale commento, ma assai appropriato come introduzione tipica alla missione messianica che Gesù stava per incominciare (Cfr. F. DOSTOJEVSKI, I fratelli Karamazov).

Poi S. Marco subito ci apre allo sguardo un altro quadro, successivo all’arresto di Giovanni, che scompare dalla scena del Giordano. Gesù risale in Galilea, e qui comincia la sua predicazione, quella ch’è detta del «Vangelo del regno di Dio» (Marc. 1, 14) e che si apre con un annuncio fatidico: «Il tempo è compiuto e il regno di Dio è vicino; convertitevi, e credete al Vangelo» (Ibid. 14-15). Noi tutti, fedeli alla scuola della liturgia, avremo davanti ai nostri animi questo duplice quadro, come fosse oggi lo scenario di sfondo che offre un ambiente ideale ed in un certo senso la luce per un altro personaggio, che, quasi movendo da quello sfondo evangelico, venga verso di noi, e a cento anni dalla sua propria nascita storica, a noi si presenti, a molti di noi che lo abbiamo personalmente conosciuto, e rispecchiando in sé la solitudine di Cristo eremita nel deserto, e quindi il ministero di Cristo evangelizzatore, ci tenda ancora ieraticamente e paternamente le sue dolci mani, in segno di benevolenza e di benedizione: Papa Pio XII. Dietro a lui campeggia il Cristo segreto del deserto, grandeggia il Cristo profetico del Vangelo. Non è nostra intenzione tracciare ora la sua storia, il suo panegirico; ma solo ci basta qui rievocare la sua memoria, nella forma laconica ma possibilmente comprensiva, come una di quelle dei Papi nel famoso «Liber Pontificalis».

Dobbiamo fissare la data di nascita: essa avvenne il 2 marzo 1876; egli era il terzogenito di Filippo Pacelli nobile patrizio di Acquapendente, la cui famiglia si era trasferita a Roma, e che ebbe rinomanza per la sua intemerata professione giuridica e per i pubblici uffici a cui fu chiamato nel servizio della Città, non certo allora fiorente di temporale prosperità, ma sempre al vertice degli avvenimenti storici, che commossero l’Europa e agitarono l’Italia, ormai avviata alla difficile ed ambita meta della sua unità nazionale.

Il nome scelto fu Eugenio, con quelli aggiunti di Maria, Giuseppe, Giovanni; e il battesimo gli fu conferito nella chiesa dei Santi Celso e Giuliano. La tazza del battistero è ora conservata a S. Pancrazio, nella Chiesa dei Carmelitani Scalzi, sul Gianicolo. Sia degna memoria alla venerata madre di Eugenio, la quale fu Virginia Graziosi, ricordata da tanto figlio con sempre commossa affezione.

Nel centro nobile e popolare della Roma storica, in Via Monte Giordano 34, era l’abitazione della Famiglia Pacelli; e qui la ovvia, ma ormai singolare circostanza è da notare: Pio XII fu Papa Romano, non solo per l’apostolico ufficio a lui conferito, ma per nascita, come da tempo non avveniva (bisogna risalire a Papa Innocenzo XIII, Michelangelo dei Conti [1721-1724], per ricordare un fatto analogo). Per nascita, per tradizione, per cuore, quasi a testimoniare come quest’Urbe dalle mille vite una ne abbia sua propria di sangue e di storia, e sempre feconda e fedele alla sua unica e secolare vocazione spirituale: «presiedere nella carità» (S. IGNATII ANTIOCHENI Ad Romanos, «Prologus»). Dio voglia!

Eugenio Pacelli frequentò la scuola classica del Visconti, installata nel vetusto Collegio Romano, di cui egli conservò sempre fedelissima e affezionata memoria. Poi il Capranica, la Gregoriana, il Sant’Apollinare, e poi la Messa, la prima volta celebrata a S. Maria Maggiore, poi l’assunzione alla Congregazione per gli Affari Ecclesiastici straordinari, auspice Monsignor Cavagnis, e quindi il grande Monsignor Gasparri, sotto la cui direzione il giovane Pacelli per quattordici anni, lavorò, con la diligenza e l’intelligenza che gli erano abituali, a quella compilazione di sommo valore che è il «Codex Iuris Canonici», ora, dopo il Concilio, in via di revisione, ma sintesi monumentale e sapiente dell’immensa letteratura del diritto della Chiesa.

Eugenio Pacelli, legislatore nella Chiesa, ci obbliga a ricordare l’opera sua per la legislazione fuori della Chiesa, cioè relativamente ai contatti della Chiesa con gli Stati moderni, opera che con delicatissimo studio, in gran parte personale, riuscì a fissare rapporti normali e leali, in ben tre Concordati, con la Germania; Concordati, che nemmeno la guerra e i mutamenti che la seguirono valsero a sovvertire, sì bene a confermare come strutture pacifiche e corroboranti per gli interessi spirituali e civili delle alte Parti contraenti, e con loro mutua soddisfazione tuttora sostanzialmente vigenti dimostrano la loro benefica efficacia.

Poi Pacelli a Roma, come Segretario di Stato negli ultimi nove anni del Pontificato di Pio XI, che ebbe per lui grandissima stima e da lui fedelissimo servizio. Sarebbe una pagina di storia psicologica di grande interesse, se questa potesse adeguatamente descrivere e decifrare le caratteristiche peculiari molto, molto diverse di queste due grandi personalità, che solo la pratica più compenetrata e cosciente delle virtù ecclesiastiche valse a fondere in costante, complementare ed esemplare armonia.

Noi avemmo allora la inestimabile fortuna di prestare, come Sostituto della Segreteria di Stato, i nostri modestissimi, ma quasi quotidiani servizi ai due grandi e virtuosi Pontefici. Noi possiamo essere ammirati testimoni, per quanto specialmente riguarda i lunghi quindici anni della nostra umile conversazione con Papa Pio XII, quale fosse la sua bontà, la sua cultura, la sua assiduità di lavoro, la sua compassione per i dolori altrui, la sua anima pastorale ed apostolica.

È per noi impossibile dire tutto, anche in sintesi. Due punti sembrano tuttavia meritare da noi, anche in questa occasione, particolare menzione. Il primo punto riguarda la sua attitudine di fronte alla seconda guerra mondiale. Tanto si disse su di lui a questo riguardo e non sempre in conformità al vero, falsamente sofisticando sulla signorile timidità del suo carattere, ovvero sulla parzialità delle sue simpatie su questo o su quel Popolo. Non così dev’essere giudicato questo magnanimo Pontefice, finissimo, sì, nella sua umana e cristiana sensibilità, ma sempre saggio e diritto. Noi possiamo senz’altro aggiungere ch’egli sempre fu forte e fu equo, perfetto dominatore dei suoi sentimenti e intrepido assertore della giustizia, tutto teso nel sacrificio di sé, nel soccorso alle umane sofferenze, nel coraggioso servizio della pace.

L’altro punto riguarda la sua religiosità. Noi ne dicemmo una parola in altra occasione, a Milano, la quale noi ora riaffermiamo, ripetendo qui le parole che il «Liber Pontificalis», riserva all’elogio di Papa Eugenio I e che sembrano scritte per questo suo successore, Eugenio Pacelli: "Eugenius, natione romanus, / clericus ab incunabulis ... / Fuit ... benignus, mitis, mansuetus, omnibus / affabilis et sanctitate praeclarior" (Cfr. DUCHESNE, Liber Pontificalis, 1, 341 ss., a. 654-657).

Trema la nostra voce, batte il nostro cuore, rivolgendo alla venerata e paterna memoria di Eugenio Pacelli, Papa Pio XII, l’affettuoso encomio d’un umile figlio, il devoto omaggio d’un povero successore.

Ricordatelo voi, Romani, questo vostro insigne ed eletto Pontefice; lo ricordi la Chiesa; lo ricordi il mondo, lo ricordi la storia. Egli è ben degno della nostra pia, grata, ed ammirata memoria.


CENTENARIO DEL NACIMIENTO DE PIO XII

Homilía de Pablo VI


Domingo 7 de marzo de 1976


Nuestro espíritu, atento al anuncio evangélico de San Marcos (Marc. I, 12-15), propuesto por la liturgia de hoy en esta primera domínica de Cuaresma a nuestra meditación, tiene ante sí dos cuadros de gran interés: el primero es el árido, deshabitado y desolado del desierto, quizás el de la montaña vecina al Mar Muerto, pétrea y arenosa, donde la mísera soledad pone a quien en ella se aventura casi en obligado contacto interior con sí mismo, mientras lo expone a algún traicionero encuentro con las bestias silvestres del lugar, abrasado por el sol inmisericorde y barrido por inclemente viento. Allí Jesús, impulsado por el Espíritu Santo después del bautismo penitencial, que él quiso también recibir de Juan el Precursor, se retiró, permaneciendo cuarenta días en ayuno sobrehumano, como (Ex. XXXIV, 28; cfr. III Reg. XIX, 8); después, al final, extenuado por la languidez y el hambre, sostuvo la triple lucha misteriosa con el diablo –Satanás lo llaman los ebangelistas Mateo y Marco (Matth. IV, 10; Marc. I, 13) – y, tras vencerlo, fue servido por los ángeles. Cuadro difícil de interpretar literalmente, pero muy apropiado como introducción típica a la misión mesiánica que Jesús estaba por iniciar (Cfr. F. Dostoievskij: Los hermanos Karamazov).

A continuación San Marcos ofrece otro cuadro a nuestra mirada, posterior al arresto de Juan, que desaparece de la escena del Jordán. Jesús remonta la Galilea y ahí comienza su predicación, llamada “del Evangelio del Reino de Dios” (Marc. I, 14) y que se abre con un anuncio fatídico: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (ibid. 14-15). Todos nosotros, fieles a la escuela de la liturgia, tendremos ante nuestro ánimo este doble cuadro, como si fuese hoy el escenario de fondo que ofrece un ambiente ideal y en un cierto sentido aporta luz para otro personaje, que, como viniendo de aquel ambiente evangélico, viene hacia nosotros (muchos de los cuales lo conocimos personalmente) y, a cien años de su nacimiento histórico, se nos presenta, y, reflejando en sí mismo la soledad de Cristo ermitaño en el desierto y también el ministerio de Cristo evangelizador, nos tiende todavía hierática y paternalmente sus dulces manos en signo de benevolencia y de bendición: el papa Pío XII. En él campea el Cristo secreto del desierto y destaca el Cristo profético del Evangelio. No es nuestra intención trazar ahora su historia o su panegírico; nos basta aquí evocar su memoria, de forma lacónica pero posiblemente completa, como una de aquellas semblanzas de los Papas en el famoso Liber Pontificalis.

Debemos fijar la fecha del nacimiento: tuvo éste lugar el 2 de marzo de 1876. Era el tercer hijo de Filippo Pacelli, noble patricio de Acquapendente, cuya familia se había trasladado a Roma y que adquirió renombre por su irreprochable carrera jurídica y por los cargos públicos a los que fue llamado al servicio de la Ciudad, no ciertamente floreciente de prosperidad temporal, pero siempre en el vértice de los acontecimientos históricos que conmovieron Europa y agitaron Italia, llegada ya a la difícil y anhelada meta de su unidad nacional.

El nombre escogido fue el de Eugenio, al cual se añadieron los de María, José y Juan, siéndole administrado el bautismo al neonato en la iglesia de los Santos Celso y Juliano. La pila bautismal se conserva actualmente en San Pancracio, en la iglesia de los Carmelitas Descalzos en el Janículo. No olvidemos un digno recuerdo a la venerada madre de Eugenio, Virginia Graziosi, recordada por tan gran hijo con siempre conmovido afecto.

En el centro noble y popular de la Roma histórica, en la Via Monte Giordano 34, estaba la morada de la familia Pacelli; y aquí es de notar una obvia pero ya singular circunstancia: Pio XII fue papa romano, no sólo por el apostólico oficio a él conferido, sino por nacimiento, cosa que no ocurría desde hacía largo tiempo (hay que remontarse hasta el papa Inocencio XIII, Michelangelo dei Conti, que reinó entre 1721 y 1724, para recordar un hecho análogo. Por nacimiento, por tradición, por corazón, como para testimoniar cómo esta Urbe de las mil vidas posee una que le pertenece por sangre y por historia y se mantiene siempre fiel a su única y secular vocación espiritual: «presidir en la caridad» (San Ignacio de Antioquía: Ad Romanos, prologus). ¡Quiera Dios!

Eugenio Pacelli estudió en la escuela clásica del liceo Ennio Quirino Visconti, instalado en el vetusto Colegio Romano, del cual conservó siempre fidelísimo y afectuoso recuerdo. Después vinieron el Capranica, la Gregoriana, San Apolinar y en fin la Misa, celebrada por primera vez en Santa María la Mayor. Siguió su enrolamiento en la Sagrada Congregación para los Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, bajo los auspicios de Monseñor Cavagnis, donde acabó entrando al servicio de Monseñor Gasparri, bajo cuya dirección el joven Pacelli trabajó durante catorce años, con la diligencia y la inteligencia que eran en él habituales, en aquella compilación de sumo valor que es el Codex Iuris Canonici, ahora, tras el Concilio, en vías de revisión, pero síntesis monumental y sabia de la inmensa literatura del Derecho de la Iglesia.

El Pacelli, legislador en la Iglesia, nos obliga a recordar su obra, como nuncio apostólico, para la legislación fuera de la Iglesia, es decir en relación a los contactos de la Iglesia con los Estados modernos, obra que con delicadísimo estudio (en parte personal), logró fijar relaciones normales y leales con Alemania a través de tres concordatos, los cuales ni siquiera la guerra y los cambios que la siguieron consiguieron subvertir, sino más bien confirmaron como estructuras pacíficas y corroboradoras de los intereses espirituales y civiles de las altas partes contrayentes, que, con la mutua satisfacción de éstas, vigentes aún substancialmente, demuestran su beneficiosa eficacia.

Más tarde encontramos a Pacelli en Roma, como secretario de Estado en los últimos nueve años del pontificiado de Pío XI, el cual tuvo por él una grandísima estima, retribuida por un fidelísimo servicio. Sería una página de historia psicológica de gran interés la que pudiera describir y descifrar adecuadamente las características particulares tan, tan diferentes de estas dos grandes personalidades, que sólo la práctica más compenetrada y consciente de las virtudes eclesiásticas fue capaz de fundir en una constante, complementaria y ejemplar armonía.

Nos tuvimos entonces la inestimable fortuna de prestar, como substituto de la Secretaría de Estado, nuestros modestísimos, pero casi diarios servicios a los dos grandes y virtuosos pontífices. Por lo que respecta a los quince largos años de nuestro humilde trato con el papa Pío XII, podemos dar nuestro admirado testimonio de su cultura, de su asiduidad al trabajo, de su compasión por los sufrimientos ajenos, de su alma pastoral y apostólica.

Nos es imposible decirlo todo, incluso sintéticamente. Dos puntos, sin embargo, parecen merecer de Nos, también en esta ocasión, una mención especial. El primero se refiere a su actitud frente a la Segunda Guerra Mundial. Se dice mucho sobre él a este respecto y no siempre en conformidad con la verdad, abundando falsamente sobre la señorial timidez de su carácter o la parcialidad de sus simpatías a favor de este o aquel pueblo. No es éste el modo en que se ha de juzgar a este magnánimo pontífice, finísimo sí en su humana y cristiana sensibilidad, pero siempre sabio y recto. Nos podemos añadir, que, por supuesto, siempre fue enérgico y equitativo, con perfecto dominio de sus sentimientos e intrépido asertor de la justicia, todo él tendiente al sacrificio de sí mismo, al socorro de los sufrimientos humanos, al valiente servicio de la paz.

El otro punto tiene que ver con su religiosidad. Algo dijimos Nos en otra ocasión, en Milán, y ahora lo reafirmamos, repitiendo aquí las palabras que el Liber Pontificalis, reserva al elogio del papa Eugenio I y que parecen escritas para este sucesor suyo que fue Eugenio Pacelli: “Eugenius, natione romanus, / clericus ab incunabulis ... / Fuit ... benignus, mitis, mansuetus, omnibus / affabilis et sanctitate praeclarior” (Cfr. Duchesne: Liber Pontificalis, 1, 341 ss., a. 654-657).

Tiembla nuestra voz, palpita nuestro corazón dirigiendo a la venerada y paternal memoria de Eugenio Pacelli, papa Pío XII, en afectuoso encomio de un humilde hijo, el devoto homenaje de un pobre sucesor.

Recordad vosotros, romanos, a este vuestro insigne y noble pontífice; recuérdelo la Iglesia, recuérdelo el mundo, recuérdelo la Historia. Bien digno es de nuestra piadosa, agradecida y admirada memoria.

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