9 de octubre de 2011

En el LIII aniversario del piadoso tránsito del venerable Pío XII. Así habló el que iba a ser su sucesor


El cuerpo yacente de Pío XII en Castelgandolfo



ELOGIO DEL PAPA PÍO XII*


pronunciado en la basílica de San Marcos
por el cardenal Angelo Giuseppe Roncalli,
patriarca de Venecia (hoy beato Juan XXIII),
el 11 de octubre de 1958


« Bene omnia fecit : et surdos fecit audire et mutos loqui » (Marc. VII, 36).


En toda circunstancia mi palabra aquí en la basílica de San Marcos ama inspirarse en el Evangelista patrono nuestro. Este fúnebre rito en honor y en sufragio de la bendita alma del glorioso pontífice nuestro Pío XII, que ha volado en estas días a las regiones celestiales, no podría encuadrarse mejor que en el testimonio que precisamente san Marcos, “filius et interpres Petrus” (hijo e intérprete de Pedro), recogió y nos transmitió de los labios de la muchedumbre extasiada y conmovida por los prodigios de Jesús. De nada sirvió que se instase al silencio a estos admiradores: “magis plus praedicabant, eo amplius admirabantur, dicentes: bene omnia fecit: et surdos fecit audire et mutos loqui – tanto más lo publicaban, y se maravillaban sobremanera y decían: todo lo ha hecho bien; hace oír a los sordos y hablar a los mudos” (Marc VII, 36 ss).

Desde hace casi veinte años esta voz de Pío XII, Siervo de los Siervos de Dios, del Pastor Angélico, se hacía oír a diario dentro de los límites de su patria, anunciando la buena doctrina, amonestando, animando a hacer el bien a las almas individuales y a las innumerables multitudes. A menudo estos límites fueron superados, como en los tiempos de Jesús, más allá de Tiro, hacia el mar de Galilea, en la Decápolis, hasta los puntos más diseminados y remotos.

En tiempos de Jesús hablaban los milagros; con Pío XII esa voz suya se volvía más eficaz y penetrante, hasta transformarse en aclamación mundial.

Vuestro Patriarca, bienamados señores míos, recuerda todavía haber pronunciado, hace 36 años, a fines de 1922, un discurso fúnebre, pronunciado como siempre con palabras simples, en honor del papa Benedicto XV, precisamente en la iglesia parroquial de Castelgandolfo junto a la villa papal, entonces silenciosa y deshabitada, y sobre el tema de la misma citación de san Marcos “bene omnia fecit”.

Siete años, de los cuales cuatro de guerra sangrienta, habían bastado a la gloria de Benedicto XV, menudo de estatura, pero grandísimo en inteligencia y en corazón. De él había descendido un día, el 13 de mayo de 1917, por medio de la unción episcopal, aquella virtud divina que iba a encaminar al joven prelado Eugenio Pacelli hacia las alturas del sumo sacerdocio.

Pero ahora, ¿Qué decir de éste, del papa Pío XII? Después de casi cuatro lustros que fueron también para él más de guerra que de paz, ¿qué decir de aquel que ha llenado la Tierra con las vibraciones de su magisterio y los ecos de su palabra, añadiendo a su sonora voz la maravilla de una actividad pastoral que veinte volúmenes pueden apenas contener?

A mediodía de ayer, siguiendo en directo y por transmisión televisiva el traslado de los restos del Papa desde Castelgandolfo a Letrán y a San Pedro del Vaticano, me venía a la mente la pregunta de si un triunfo de antiguo Emperador Romano hacia el Capitolio habría podido igualar –no como manifestación de poderío militar, sino como dignidad imponente, majestad espiritual y penetración de sentimiento– las proporciones del espectáculo que ha conmovido tantos corazones. Una vez más me vino al espíritu la expresión de nuestro gran escritor lombardo: “¡Tan fuerte es la caridad! Entre los recuerdos variados y solemnes de un general infortunio, ella puede hacer sobresalir la de un hombre, porque ha inspirado a este hombre sentimientos y acciones más memorables aún que los males; imprimiendo en las mentes como un resumen de todos esos infortunios, en medio de los cuales lo ha interpuesto como guía, socorro, ejemplo, víctima voluntaria; ella puede hacer de una calamidad general una suerte de empresa para este hombre y gracias a él convertirla en una conquista o en un descubrimiento”.

Es a la eminente caridad de estas acciones ejercitadas durante el curso de más de ochenta años a la que cuadra el elogio de las multitudes sobre los pasos de Jesús de Nazaret. “Bene omnia fecit” (Todo lo ha hecho bien).

Y el elogio se cumple específicamente en de dos grandes éxitos que caracterizan el pontificado de Pío XII: con la continuidad de su magisterio, excelso y divino, abrir los oídos a los sordos y restituir a los mudos el uso de la palabra (que es tanto como decir hacer hablar a los silenciosos).

¡Oh, el magisterio de Pío XII! Las voces que la noticia de su muerte ha suscitado y continúa suscitando, ante todo concuerdan en la importancia, en la belleza variada y armoniosa, en la riqueza de las enseñanzas de este gran maestro de la fe, cuya profusión, emulando los grandes fastos de los Padres y Doctores de la Iglesia antigua, ha sabido adecuarse a las condiciones más modernas del pensamiento y dominarlo en el respeto de la herencia doctrinal de sus predecesores, enriqueciendo su sacro patrimonio en beneficio de la civilización humana y cristiana para el progreso de de las gentes según las premisas de su progreso, que –como bien se ha escrito– “residen en la religión, en el cristianismo, en el catolicismo, en aquel ejército formado en orden de incruenta y santa batalla que es la Iglesia, bajo aquel vértice orientador que es el pontificado de Pedro”.

Refiriéndose a Pío XII la Historia dirá cómo su magisterio, que en cuanto a intensidad fue sin igual, ha sido mirado como oportuno, eficaz e imprescindible en esta época en la que –notadlo bien– la sociedad ha dejado a la Iglesia tan sólo la libertad de la palabra, palabra necesaria para quien no quiere caminar entre tinieblas y perder de vista la estrella polar.

Me ha sucedido con frecuencia, hablando a las almas rectas y sinceras, el comparar el magisterio sacro  de la Iglesia, el magisterio característico del Santo Padre Pío XII, con la fuente pública que suele hallarse en el punto central de la localidad, ya se trate de una ciudad o de un pueblo. Sus enseñanzas se extienden a todos los diferentes aspectos de la vida, según las varias relaciones de la humana convivencia, a la intervención o la imprevista aparición de penosas circunstancias. Todos los ciudadanos pueden acceder a la fuente pública, beneficiarse de ella y sacar provecho según las diversas exigencias de la aventura humana.

No toca en la presente circunstancia que me adentre en más profundas aplicaciones de este elogio a la gran dignidad de maestro universal que completa en extraordinaria medida los méritos singulares de Pío XII. Es la luz de la caridad de Cristo el Señor la que reverbera sobre el rostro de este vicario suyo en la Tierra, dedicado a la exaltación teológica, ascética, mística, apostólica, social del Reino de Cristo, reino de verdad y de gracia, reino de justicia, de amor, de paz.

Este depósito de las verdades más sagradas puestas en evidencia, este empeño en hablar de ellas y de ilustrarlas cada día como alimento espiritual de las almas, fue uno de los rayos más fúlgidos del magisterio espiritual de Pío XII.




Dos papas, dos estilos: una misma vocación



Él operó, siempre y en todo, el milagro, poniendo los dedos sobre las orejas y gritando “éfeta” (Marc. VII, 34).

Los sordos a quienes habló, ¿han correspondido o corresponden en plenitud de sensibilidad auditiva? Es éste el misterio de la gracia. Es éste el mérito extraordinario del Pontífice, en su primera unción como maestro divino.

En el ministerio de las alamas constituye ya un gran éxito haber vuelto inexcusable la dureza del rechazo a la verdad conocida. Gran título de honor y de mérito lo de “bene omnia fecit: surdos fecit audire!”.

El otro aspecto del pontificado de Pío XII y de sus preclaros méritos, el “mutos loqui” (hacer hablar a los mudos), es el hecho consolador, el espectáculo de estos días, que atempera y dulcifica la tristeza por la partida del Padre común a las regiones del Cielo.

Preocupaciones y motivos de tristeza no han faltado nunca en la Iglesia del Señor. A veces inclusive aquello que puede ser ocasión de tranquila reflexión sobre las verdades religiosas se convierte en motivo de agravio si no de atroz sufrimiento.

Remontándome a los recuerdos de la muerte de los grandes Pontífices de los últimos tiempos no faltan penosas evocaciones.

Papa insigne y santo fue el Siervo de Dios Pío IX, de quien se escribió que ningún Papa fue nunca tan amado y tan odiado como él en la Tierra: y rememoro todo el beneficio y la edificación que la lectura emocionante de su vida y de la historia de su pontificado produjo en mi adolescencia y juventud. Se recuerda en cambio, con vergüenza para quien promovió la diabólica empresa y horror para toda alma bien nacida, el intento de arrojar sus venerables huesos al Tíber en ocasión de su traslado a la basílica de San Lorenzo en Campo Verano, donde los católicos de Europa le habían preparado una nobilísima sepultura, hasta hoy visitada con respeto y veneración.

En 1903 había yo desde hacía poco entrado en las órdenes mayores cuando el 20 de julio, a los 93 años, se apagó el astro de primera magnitud que fue León XIII, después de 25 años de pontificado. Ciertamente hubo ceremonias fúnebres solemnísimas, pero todas de carácter oficial únicamente eclesiástico y limitadas a la basílica de San Pedro. La Roma civil y política permaneció silenciosa y despectiva. Los Papas sucesivos, san Pío X, Benedicto XV y Pío XI fueron sí seguidos en la muerte con vivo respeto y con solemnidades religiosas en perfecto estilo litúrgico y pontifical. Pero sin insólitas vibraciones.

En cambio, con nuestro Santo Padre Pío XII –es muy reconfortante reconocerlo– asistimos a una apertura evidente de nuevos cielos y de algo misterioso que testimonia un gradual mejoramiento de los contactos del orden civil con el orden religioso y social; una tendencia más acentuada entre nosotros a respetar lo que es sagrado, a mirarnos, –pertenecientes como somos a diferentes tendencias en el campo político, en el económico, en el sociológico–, a mirarnos, digo, a los ojos con el deseo de un feliz entendimiento.

Se diría que el alzarse a lo alto de este Papa, cuyo nombre pasará a la historia entre los más grandes y los más populares de la época contemporánea, provoca una actitud respetuosa hacia todo aquello que la Cabeza de la Iglesia Católica significa y resume, y eso no puede ser sino ventajoso.

No estamos, pues, solamente ante los dedos del Divino Taumaturgo puestas sobre la oreja del sordo con la palabra “¡ábrete!”; estamos también ante la saliva misma de Jesús que toca los labios antes mudos y los reabre para la palabra viva y sonora.

El éxito del “bene omnia fecit” es, por lo tanto, perfecto: “et mutos fecit loqui”.

Sin embargo, en este punto una ola de tristeza pasa sobre mi espíritu. Todo el mundo se ha conmovido con la muerte del Papa y se encuentra con recogimiento como los discípulos en la cima del monte de los Olivos para el último adiós, casi como para acompañarlo con los ojos y con el corazón mientras se eleva al cielo.

Pero hay una parte del mundo donde vastas porciones de los hijos de la Iglesia Católica se hallan excluidos de la participación pública en el dolor universal.

El Santo Padre llamaba a estas porciones el conjunto de la “Iglesia del Silencio”.

¡Queridos señores y hermanos míos! Vosotros me entendéis. Pensar en la “Iglesia del Silencio”, en torno al Papa difunto y no obstante siempre vivo, que tantas veces transmitió su gemido, es como orar junto con él al Padre Celestial para que ponga término a esta prueba de tantos labios cerrados, mientras se oye cómo estallan los corazones en sollozos de angustia bajo el peso de su esclavitud y de una durísima persecución, que, en cuanto a organización audaz y diabólica, supera todo intento humano al que se haya llegado antes.

Oh Santo Padre, que atraviesas las regiones etéreas hacia la paz de Dios, he aquí que nosotros, que fuimos instruidos por tu ejemplo, te invitamos a fortalecer con la tuya nuestra plegaria: “Exsurge Domine, adiuva nos, et libera nos propter nomen tuum” (Levántate, Señor, ayúdanos y líbranos por tu nombre).

Una palabra todavía.

Tendiendo el oído a las voces de la Tierra se diría incluso que la marcha de nuestro santísimo Pontífice y padre se traduzca en un impresionante triunfo mundial de su nombre y de su persona. Hasta pareciera que, ya elevado a las regiones superiores, él, mirándonos, repita las palabras que creo poder atribuir a san Gregorio Magno: “Meus honor est honor universalis Ecclesiae: est fratrum meorum solidus vigor” (Mi honor, el honor que me tributáis, es el honor de la Iglesia universal; es para vosotros, hermanos míos, una comunicación de sólido vigor espiritual). Espero de todo corazón que lo sea verdaderamente.

Entretanto, oh Padre bendito y santo, acoge la gratitud inmensa que todo el mundo católico te debe y que no sólo de los católicos, sino de cuantos llevan en la frente, aunque no participen de la unidad católica, el nombre de Cristo, de todos aquellos a quienes une un sentimiento de humana fraternidad, te es testimoniada en conmovedor plebiscito de dolor, de admiración y de amor.

Las últimas palabras que dictaste en tu testamento fueron una invocación de misericordia, un último grito de paternidad, de fraternidad y de perdón.

De este perdón todos tenemos necesidad.

He aquí que nuestros brazos se tienden y con los santos de Dios te elevamos ante la presencia del Altísimo.

Tú fuiste el “Pastor Angélico” y nos guiaste a los pastos de la vida eterna; tu fuiste el defensor de nuestra patria en sus más trágicas horas: selo una vez más, oh Pontífice Pío, selo siempre, oh flor, oh gloria de la Ítala gente; selo siempre y bendice nuestras casas, nuestras familias, a nuestros sacerdotes, a los pobres, a los que sufren, a los niños; bendice a Venecia (cuyo horizonte, hoy, se hace extensivo en nuestra plegaria a toda la Cristiandad), que siempre ha sido sólida y fiel en torno a tu trono apostólico y que no cesará jamás de honrar tu memoria, tal como tú la alegrarás siempre con tu amor y tu protección desde el Cielo.

Oh Padre Santo inolvidable: “sit super nos Semper benedictio tua” (sea siempre com nosostros tu bendición). Amén.


* Publicado como prefacio del libro Pío XII del cardenal Domenico Tardini (Tipografía Políglota Vaticana, 1960). Traducción española del elogio: SIPA.



No hay comentarios: