13 de mayo de 2009

En el aniversario de la consagración episcopal de Eugenio Pacelli

Sello vaticano conmemorativo de la consagración episcopal
del futuro Pío XII, el 13 de mayo de 1917


En 1917 Europa se hallaba en lo más álgido de la Primera Guerra Mundial: su territorio se hallaba excavado, pero no por surcos prometedores de generosas cosechas, sino por trincheras desde donde la muerte era vomitada y a donde llegaba bajo los varios disfraces de la artillería para cobrar su implacable tributo de sangre; hospitales y campos de concentración se habían multiplicado, convirtiéndose en los establecimientos más comunes y concurridos en lugar de las iglesias y las escuelas; siglos de Arte e Historia y toda una manera de vivir se iban desplomando con los antiguos monumentos bajo el embate de las bombas y los cañonazos; las familias se hallaban dislocadas y desorientados los pueblos (que habían perdido la noción de aquello por lo que luchaban); la hecatombe, las ruinas, el hambre y las pestes se cernían como los cuatro jinetes del Apocalipsis sobre un mundo que parecía ya abocado a su fin. Tal era la sensación de inaudito, de horroroso y de atroz que todo lo que estaba pasando suscitaba en la gente que a esta conflagración ya se la llamaba la Gran Guerra, es decir la Guerra de las Guerras, la Guerra por antonomasia (de hecho, el papa san Pío X, que murió pocas semanas antes de que estallase, ya había presagiado lo que ella significaría al llamarla il Guerrone).

La situación bélica estaba en punto muerto: la guerra de posiciones mediante el avance o retroceso de las trincheras estaba causando un terrible desgaste con un precio altísimo en vidas humanas sin que ello hiciera vislumbrar la victoria a ninguno de los bandos en conflicto. Y esto podía prolongarse todavía por muchos meses, lo cual ponía a los distintos gobiernos en una coyuntura peligrosa, como lo admitían los mismos dirigentes políticos europeos. Parecía llegada la hora de negociar y, de hecho, ya se estaba llevando a cabo una tentativa unilateral por parte de una de las potencias combatientes: el Imperio Austrohúngaro. El beato Carlos I de Habsburgo había enviado en enero a dos de sus cuñados –los príncipes Sixto y Javier de Borbón-Parma, hermanos de la emperatriz Zita– a París con una propuesta al gobierno francés, presidido entonces por Aristide Briand. Al ser substituido éste en marzo por Alexandre Ribot, escéptico acerca de las intenciones del Emperador, las negociaciones se complicaron para finalmente fracasar. Benedicto XV, por su parte, creyó que el momento era propicio para reducir a la razón al principal protagonista de la guerra: el Káiser. Guillermo II se hallaba rodeado de un estado mayor belicista y agresivo marcado profundamente por la política de guerra sin tregua de Helmuth von Moltke y de guerra total de Erich von Lüddendorf. Sin embargo, el canciller Theobald von Bethmann-Hollweg, que había pasado de una actitud de fatalismo bélico hacia posturas más prudentes y moderadas, parecía el hombre indicado para convencer a su soberano de la conveniencia de descender a pactos.

El momento era propicio sobre todo por dos circunstancias susceptibles de modificar sensiblemente el curso de las hostilidades. Por un lado, en Rusia había estallado en febrero una revolución (foto) que había derrocado al zarismo y, aunque los nuevos líderes social-demócratas (mencheviques) deseaban continuar combatiendo al lado de los Aliados, la fuerte oposición de los comunistas (bolcheviques), partidarios intransigentes de la salida de la guerra, iba ganando cada vez más terreno. Por otro lado, como consecuencia de la política de guerra naval indiscriminada de Lüddendorf, habían recrudecido los ataques de submarinos alemanes contra cualquier objetivo considerado enemigo, bloqueando las líneas de comunicación de Europa con los Estados Unidos, que entraron en guerra contra los Imperios Centrales el 2 de abril. Así pues, si de un lado Alemania podía estar más tranquila respecto a su frente oriental, el aporte de tropas y armamento frescos a los Aliados por parte de la potencia norteamericana podía desequilibrar peligrosamente la balanza en su perjuicio en el frente occidental. Así las cosas, el nuncio apostólico en Baviera, monseñor Giuseppe Aversa, arzobispo titular de Sardes, que había sucedido en ese cargo apenas hacía pocos meses (en diciembre de 1916) al dominico monseñor Andreas Franz Frühwirth, creado cardenal por Benedicto XV, murió inopinadamente a los 55 años de edad. La nunciatura de Münich era un puesto clave de la diplomacia pontificia cara a Alemania a falta de una en Berlín. La Santa Sede no tenía representante oficial ante el Reich prusianizado y protestante del que había sido artífice Bismarck, enemigo declarado de la Iglesia Católica, contra la que había proclamado la Kulturkampf.

Para reemplazar al prematuramente desaparecido nuncio Aversa se fijó el Santo Padre en un prelado de la Curia Romana en el que había tenido ocasión de observar las cualidades que harían de él un idóneo intermediario de su propuesta de paz desde Münich: monseñor Eugenio Maria Pacelli, que había ya absuelto con gran dignidad alguna breve misión de representación diplomática. Su carrera era conocida en los Palacios apostólicos: en 1901 había entrado al servicio de la Santa Sede en la Sagrada Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios, de la que fue sucesivamente sub-secretario, pro-secretario y secretario; contemporáneamente, enseñaba Derecho Canónico en el Seminario Romano y Diplomacia Eclesiástica en la Academia de Nobles Eclesiásticos; prelado doméstico de Su Santidad en 1905; secretario, en fin, de la Comisión para la Codificación del Derecho Canónico, a la que había sido llamado por el cardenal Pietro Gasparri, secretario de Estado, conocedor de su valía. Así pues, el 20 de abril de 1917, Benedicto XV preconizaba a monseñor Pacelli obispo, asignándole la sede titular de Sardes y nombrándolo al mismo tiempo nuevo nuncio apostólico en Baviera.

El Papa pidió al cardenal Frühwirth, antecesor de Pacelli en el cargo, que escribiera una carta de presentación de éste al ministro-presidente bávaro, el conde Georg von Hertling (futuro canciller del Reich y miembro del Zentrum), con quien mantenía una cordial amistad y que era considerado en el Vaticano (al decir del príncipe Constantino de Baviera, biógrafo de Pío XII) como un valedor de los intereses de la Iglesia. Es interesante reproducir su texto para comprender las expectativas que el Romano Pontífice cifraba en Pacelli y, además, como interesante crónica del momento:

“Mañana tiene lugar en la Capilla Sixtina la consagración de monseñor Pacelli por Su Santidad. Según mi entender, el hecho de que hayan nombrado a monseñor Pacelli nuncio apostólico en Münich hay que aprobarlo en todos los sentidos. Son generalmente conocidas las destacadas cualidades de su espíritu. Con razón se dice de él que es persona piadosa. Acaso su constitución física pueda ser influida desfavorablemente en Münich por razón del clima, por lo que me permito rogar a V.E. procure al nuncio apostólico cuantas facilidades permita la situación bélica. Monseñor Pacelli viene a Münich en misión de confianza y ruego a V.E. que le preste todo su apoyo en la importante misión que lleva con su confianza. Es digno de ella y lo justificará. Los que vivimos en Roma en estos días sentimos la necesidad de una información objetiva y, a ser posible, procedente de un puesto de dirección. Por eso no me extrañaría que surgiera el deseo de hacer una visita al Canciller del Reich”. En el último párrafo queda insinuado el especial cometido para el que el Papa había nombrado al nuevo nuncio en Baviera.

El domingo 13 de mayo, en una mañana soleada de primavera, Benedicto XV, asistido del limosnero papal, monseñor Giovanni Battista Nasalli Rocca di Corneliano, arzobispo titular de Tebas en Grecia, y del sacrista de Su Santidad, monseñor Agostino Zampini, O.S.A., arzobispo titular de Porphyreon en Fenicia, transmitía la plenitud del sacerdocio a monseñor Eugenio Pacelli en el grandioso marco de la Capilla Sixtina (foto). La consagración habría normalmente debido estar a cargo del cardenal Gasparri, quien de buen grado la habría llevado a cabo, pero el Papa quiso personalmente administrar el sacramento al futuro nuncio como subrayando la importancia que atribuía a su misión. Al sacro rito consecratorio asistieron los cardenales Vannutelli, Gasparri, Scapinelli y Frühwirth y, entre otros dignatarios de la Curia, el entonces prefecto de la Biblioteca Apostólica Vaticana, monseñor Achille Ratti. He aquí, pues, reunidos por una misma y feliz circunstancia a tres papas decisivos del siglo XX, que reinarían sucesivamente en los períodos más difíciles de esa centuria: Benedicto XV (el Papa de la Gran Guerra), Pío XI (el Papa de entreguerras) y Pío XII (el Papa de la Segunda Guerra Mundial). Pero otra coincidencia –ésta de tipo sobrenatural– iba a marcar la calenda del 13 de mayo de 1917: la primera aparición de Nuestra Señora en Fátima a tres pastorcillos, a los que reveló las claves de la convulsa historia contemporánea.

Es interesante también señalar un presagio curioso que algunos han querido ver en la iglesia titular del flamante arzobispo: Sardes. Es una de las siete iglesias de Asia destinatarias de sendas epístolas en el Apocalipsis. En el capítulo III se lee: “Escribe al Angel de la Iglesia de Sardes: El que posee los siete Espíritus de Dios y las siete estrellas, afirma: Conozco tus obras: aparentemente vives, pero en realidad estás muerto. Permanece alerta y reanima lo que todavía puedes rescatar de la muerte, porque veo que tu conducta no es perfecta delante de mi Dios. Recuerda cómo has recibido y escuchado la Palabra: consérvala fielmente y arrepiéntete. Porque si no vigilas, llegaré como un ladrón, y no sabrás a qué hora te sorprenderé. Sin embargo, tienes todavía en Sardes algunas personas que no han manchado su ropa: ellas me acompañarán vestidas de blanco, porque lo han merecido. El vencedor recibirá una vestidura blanca, nunca borraré su nombre del Libro de la Vida y confesaré su nombre delante de mi Padre y de sus Angeles” (1-5). La vestidura blanca de la que se habla en este pasaje, ¿no es un anuncio de la futura elección papal de Eugenio Pacelli, que tendría que enfrentarse a la corrupción subterránea del catolicismo, atacado por la labor de zapa de sus enemigos? No deja de ser sugestivo.


El nuncio Pacelli en Kreunach en visita a Guillermo II

Benedicto XV despidió a su nuncio con estas palabras: “Que Dios nos ayude para que en el alma de los gobernantes triunfen las ideas de la clemencia; que, conscientes de su responsabilidad, no desoigan por más tiempo la voz de los pueblos que claman por la paz”. El arzobispo Pacelli partió el 20 de mayo hacia su legación, pasando por Suiza para visitar el monasterio benedictino de Einsiedeln y encomendar su misión a la Santísima Virgen ante la imagen que allí se venera y que constituye el corazón del catolicismo helvético. Llegó a Münich el 25 y presentó credenciales al día siguiente ante el rey Luis III, de la antiquísima Casa de Wittelsbach. El discurso del nuevo nuncio en un todavía imperfecto alemán (según observó el monarca), contenía entre líneas el objetivo de paz que Benedicto XV quería proponer a Alemania. Justo un mes más tarde, el 26 de junio, monseñor Pacelli llegaba a la estación de Anhalt procedente de Münich para entrevistarse con el canciller Bethmann-Holwegg. Éste quedó impresionado por el modo tan franco e inteligente en el que el nuncio le expuso el plan del Papa: una paz sin vencedores ni vencidos, ni excesivas pretensiones por parte de Alemania, que debía dar muestras de su buena voluntad. El canciller prometió a Pacelli hablar de ello al Emperador. Éste, finalmente, lo recibió en su cuartel general de Kreuznach el 29 de julio, en medio de un fasto con el que quiso mostrar al representante del Papa su aprecio. En realidad, Guillermo II lo que quería era impresionar a monseñor Pacelli y llevarlo a su terreno, ganándolo para sus propias ideas de paz. Pero el impresionado fue él. Después de que el nuncio abandonara el cuartel general de vuelta a Münich, decepcionado y pesimista respecto a las intenciones del testarudo Hohenzollern, éste no pudo por menos de reconocer –como dejó escrito en sus memorias– que Eugenio Pacelli era un “perfecto modelo de prelado eminente de la Iglesia Católica”. Las negociaciones siguieron su curso con el resultado que la caída del Imperio Alemán deja suponer, pero aquí nos interesaba sólo situar el marco histórico en el que se produjo uno de los grandes acontecimientos de la vida del futuro Pío XII: su consagración episcopal.


Medalla conmemorativa del XXV aniversario de la consagración

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