16 de enero de 2010

Magnífico análisis sobre el supuesto "silencio" del Venerable Pío XII

La decisión del Santo Padre Benedicto XVI de firmar el decreto de virtudes heroicas de dos de sus predecesores –Pío XII y Juan Pablo II– el 19 de diciembre pasado, desató, como se sabe una oleada de comentarios (la mayoría críticos y adversos) por lo que se refiere a la causa de beatificación de Eugenio Pacelli, que con este acto papal, quedaba desbloqueada después de más de dos años de espera desde el unánime dictamen favorable de la comisión de cardenales y obispos de la Congregación para las Causas de los Santos. El semanario France Catholique publicó el 24 y el 26 de diciembre un análisis de la cuestión que nos parece lo mejor que se ha escrito en mucho tiempo en la materia. Su autor es el periodista y ensayista Gérard Leclerc (Hirson, 1942), editorialista del periódico (foto), el cual gentilmente nos ha autorizado a traducir su artículo para el blog del SIPA, por lo cual le estamos muy agradecidos.


El silencio de Pío XII

Por: Gérard Leclerc


Sábado 19 de diciembre: ¡sorpresa! Benedicto XVI dio su beneplácito al mismo tiempo a los procesos de beatificación de los papas Juan Pablo II y Pío XII. La aprobación del decreto de virtudes heroicas del primero era esperada y estaba programada. La del segundo ha sido imprevista y ha suscitado la pregunta que se hacen muchos acerca de las razones que han llevado al Papa a precipitar las cosas en lo concerniente a su predecesor del tiempo de la Segunda Guerra Mundial a pesar del enorme juicio de sospechas desatado desde hace casi cincuenta años en su contra. Sobre esto tengo mi propia hipótesis, que es bastante sencilla. No hay por qué retardar la decisión sobre un proceso cuando las conclusiones de la Congregación para las Causas de los Santos son positivas y han sido unánimemente aprobadas por la correspondiente comisión de cardenales y obispos. Si no, se debe entonces dejar de lado definitivamente la causa de Eugenio Pacelli como incompatible con la corriente de la opinión pública y el veto impuesto por los medios de comunicación. Se me replicará que el verdadero problema concierne a la comunidad judía internacional y a las relaciones existentes entre la Iglesia Católica y el judaísmo.

Si en verdad fuera éste el caso, soy de la opinión que una suspensión sería la peor de las soluciones y que el diálogo judeo-cristiano no ganaría nada en absoluto de una lamentable sumisión a una imposición externa. De otro modo, habría que explicar claramente que hay graves razones que se oponen a una beatificación y que son de un orden completamente ajeno al de la oportunidad política o mediática. Espero, pues, con firmeza que se me indique cuáles serían esas graves razones o “la razón determinante”. En lo que a mí concierne y después del examen de un “caso” que dura casi medio siglo, yo no la veo. Todo comenzó con la pieza teatral El Vicario, estrenada en 1963. Su autor, Rolf Hochhuth, pone en escena al papa Pío XII con la pretensión de arrojar luz sobre sus intenciones y sus reacciones a la tragedia del exterminio de los judíos. Lo menos que de ello se puede decir es que Hochhuth tiene en la cabeza una tesis que quiere imponer al espectador de la obra y que se revela como un proceso totalitario y un descarado montaje histórico.

¡Qué importa! Desde 1963 esta tesis es generalmente aceptada y no solamente como plausible, sino como perfectamente conforme a la realidad de los acontecimientos. Lo que ya por sí mismo constituye un objeto de reflexión y de perplejidad. Hochhuth no sólo ha sido tomado en serio, sino autentificado como el más imparcial de los intérpretes de la actitud de Pío XII durante la guerra. Sin ninguna distancia crítica las más de las veces. Ciertamente, una sobreabundante literatura iba a surgir de la controversia de El Vicario (foto del cartel), pero fundada a menudo sobre los mismos presupuestos, los mismos fantasmas y la ausencia de todo examen histórico serio.

Es por ello por lo que el papa Pablo VI, que fue el colaborador directo de Pío XII en la Secretaría de Estado, indignado por el proceso lanzado contra su predecesor, decidió, sin dilación, romper la cláusula que prohibía la publicación de los archivos de la guerra antes del plazo de rigor. Cuatro historiadores jesuitas se pusieron a la tarea, entre ellos el P. Pierre Blet, que al morir, el 29 de noviembre último, era el último sobreviviente del grupo. Tuve la ocasión de conversar largo y tendido con él, que era verdaderamente el más sabio e íntegro de los historiadores. Refutaba todas las alegaciones de genet que pretendía que el Vaticano retenía piezas esenciales incómodas para Pío XII. Todo había sido rigurosamente publicado (en lo que concierne a la Secretaría de Estado) en los 12 volúmenes editados por la Santa Sede entre 1965 y 1982.

Comprendo, por supuesto, la impaciencia de los investigadores que querrían acceder a las piezas materiales de los archivos, pero no deben hacerse ilusiones. No encontrarán nada inédito como esperan. Es algo extraño que muchos se obstinen en cultivar el mito de los archivos escondidos cuya revelación traería por fin la luz sobre un pasado ignorado. ¡Pura mitología! Pero todo es de naturaleza pasional desde el origen del asunto. Todo ocurre como si el expediente mismo, con sus múltiples piezas reunidas, fuera secundario. Me quedo pasmado por la ligereza de mis estimados colegas, incluso cuando uno de ellos editorializa sentenciosamente en un periódico de referencia. Es manifiesto que no conocen casi nada de los hechos y no parecen querer saber más.

Un ejemplo, importante por lo demás, ya que se trata de comprender lo que pasó en la misma Roma desde el momento en el que se comprobó que era toda comunidad judía de la ciudad la que se hallaba en peligro. Un primer convoy –es verdad– dejó desgraciadamente Roma rumbo al peor de los destinos. Se reprocha a Pío XII de no haber intervenido para detener dicho convoy. Pero él no pudo sino protestar a posteriori, pues, aun cuando se le advirtió muy pronto, el hecho ya estaba consumado. Lo que es cierto es que el Papa intervino inmediatamente para socorrer al conjunto de la comunidad judía. Varios miles de judíos serían acogidos en casas religiosas (especialmente contemplativas, cuya clausura será levantada al efecto) y en el mismo territorio vaticano, en Castelgandolfo y hasta en el Palacio Apostólico, cerca del mismísimo Papa. Aquí se han llegado a contar cuatrocientas cincuenta personas refugiadas, hasta en los corredores del palacio, entre las cuales se encontraba el Gran Rabino de Roma, Israel Zolli.

Después de la guerra, Israel Zolli (foto) se hará bautizar con el nombre de Eugenio-Maria Zolli. Eugenio, por Eugenio Pacelli, a propósito de quien el que antiguo Gran Rabino debía escribir: «La resplandeciente caridad del Papa, inclinado sobre todas las miserias engendradas por la guerra, su bondad para con mis correligionarios acosados fueron para mí como el huracán que barrió mis escrúpulos de hacerme católico». Pero su decisión fue de orden estrictamente personal e íntimo. Zolli no se convirtió por agradecimiento a Pío XII, sino que su propia trayectoria espiritual lo llevó a reconocer en Cristo al heredero de las Promesas y a la figura del Siervo Sufriente.

Según su hija, Zolli había profetizado el papel de chivo expiatorio del que se iba a hacer portador a Pío XII. ¿Cómo podrían hoy ser ignorados tales testimonios? Es verdad que el tiempo pasa y que los datos en masa que eran los de la memoria romana de postguerra han podido difuminarse. El cardenal Paul Poupard, que es actualmente uno de los relevos de esa memoria por haber conocido bien a personas que vivieron esa época, se acuerda de que en Roma, en el momento de la ocupación nazi, muchos reprochaban a Pío XII que hacía demasiado por los judíos, hasta el punto de poner en peligro a la comunidad católica.

¿Por qué, entonces, ese afán de venganza contra el papa de la guerra? Debe haber razones psicoanalíticas en esta violencia incesantemente realimentada respecto a la única grande personalidad de la época que se opuso concretamente a la persecución y que acudió en ayuda del pueblo judío. El carácter inaudito de la desgracia de todo un pueblo es insoportable y parece insuficiente de abandonar en Hitler y su banda de criminales toda la responsabilidad. Pío XII es un chivo expiatorio proporcionado a la inmensidad del mal, habida cuenta del altísimo cargo que reposaba sobre sus espaldas. Hochhuth lo representa lavándose las manos de la masacre que iba a producirse, marcándolo para siempre con la ignominia de la más aplastante de las culpas. Desde ese día, Pacelli está inscrito en la conciencia colectiva como el culpable supremo, marcado por el hierro candente de la vergüenza. Es extremadamente difícil luchar contra una representación semejante, que se ha adentrado en lo más recóndito del imaginario colectivo. Las refutaciones históricas parecen trágicamente inadecuadas para borrar la idea arquetípica.

Y, sin embargo, todo lo que se expone a título de acusación es falso. Dejo aparte, provisionalmente, la cuestión del “silencio”, que es específica y que merece una particular atención.


1) ¿Es necesario detenerse en el supuesto contraste entre la intransigencia de Pío XI (hombre que ha mantenido la imagen misma de la inflexibilidad) frente al nazismo y la pretendida indulgencia de su sucesor? Ambos hombres tenían caracteres muy diferentes, lo que podía determinar conductas diferentes. Pero deducir de ello una diferencia de fondo sobre la apreciación del nazismo no se sostiene, tanto más cuanto que ni siquiera existe una oposición de conductas observable. El Papa y su Secretario de Estado caminaron siempre con igual paso en el trato de los asuntos de Alemania y tenían la misma aversión al nazismo. ¿Hace falta recordar que fue Pacelli el principal redactor de la encíclica Mit brennender Sorge?

2) Los adversarios de Eugenio Pacelli pretenden que su apego a Alemania y a su cultura explicarían su solidaridad con un país del cual nunca quiso ser adversario. Afirmación especiosa e incluso falsa en todos sus puntos. Pacelli jamás tuvo la menor indulgencia hacia Hitler, el partido nazi y su política. Y si era solidario, por definición, de los católicos alemanes y de su episcopado, estuvo siempre al lado de los más resistentes y de los más intratables respecto del nazismo. Sus amigos más queridos entre los obispos alemanes eran los más duros, como Monseñor von Preysing, arzobispo de Berlín, y Monseñor von Galen, “el León de Munster”, algunas de cuyas intervenciones aprendió de memoria el Papa, tanta era su adhesión y admiración a su autor.

Por otra parte, la consciencia que Pío XII tenía de la maldad diabólica de Hitler lo llevó a alentar la resistencia alemana, civil y militar, que tenía el proyecto de un golpe de Estado en los primeros meses de 1940 y quería negociar con los británicos. El Papa hizo dos veces de intermediario entre este movimiento de resistencia y el gabinete de guerra de Londres. Fue el ataque de la Wehrmacht del 10 de mayo en el Oeste el que puso fin al plan acordado (cf. Xavier de Monclos: Les chrétiens face au nazisme et au stalinisme, Plon 1983).

3) Muchas veces se ha repetido la acusación según la cual Pío XII, obsesionado por el peligro comunista, habría minimizado el peligro nazi hasta el punto de preferir la victoria de Hitler a la de Stalin. Si bien es verdad que no subestimaba el peligro staliniano (y tenía buenos motivos para ello), el Papa jamás pensó que el nazismo fuera un mal menor frente al comunismo. Ninguna prueba seria ha podido nunca presentarse en apoyo de semejante reproche. Es más: Pío XII se opuso a que la condenación del comunismo en la encíclica Divini Redemptoris sirviera de argumento contra la legitimidad de la ayuda norteamericana a la Unión Soviética. Dice Monclos: «El Papa hizo saber al representante del presidente Roosevelt, Myron Taylor, que el comunismo había sido condenado y que esta condena permanecía vigente, pero que no había abrigado nunca ni podía abrigar sino sentimientos paternales hacia el pueblo ruso».

¿Es oportuno a este punto volver sobre la cuestión de la “famosa” encíclica contra el antisemitismo, preparada bajo Pío XI y no publicada por Pío XII? Me pregunto si aquellos que imputan al papa Pacelli la culpa de no haber retomado ese texto como suyo lo han leído realmente. Tengo serias dudas. Tuve conocimiento de la “encíclica” o más bien del documento de trabajo en cuestión desde que fue publicado en forma de libro (L’encyclique cachée de Pie XI, éd. La Découverte, 1994). Se me aclararon las cosas. A pesar de sus buenas intenciones, La unidad del género humano retomaba un buen número de motivos del viejo antijudaísmo cristiano y justificaba incluso legislaciones de excepción respecto a los judíos en los países occidentales. No es absolutamente el tono ni, sobre todo, el contenido de Nostra Aetate, la declaración del Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, que operó una rectificación teológica a propósito del judaísmo. La mentalidad del jesuita estadounidense John La Farge, a quien Pío XI había encargado elaborar un proyecto de texto contra el racismo, estaba muy lejos de la doctrina conciliar. Debo añadir que la revelación editorial de dicho proyecto fue acompañada de maniobras y de chapuzas destinadas a tomar el relevo en la ofensiva contra la memoria de Pío XII.

¿Hubo conexión Hochhuth-Hudal?

De todos modos, existe el enigma Hochhuth. ¿Por qué su pieza El Vicario marca un giro crucial que llega a modificar de arriba abajo la imagen hasta entonces muy positiva del papa Pío XII frente al nazismo? Haría falta que algún día un verdadero historiador acometa el tema. ¿Quién inspiró a este joven novicio? ¿Quién le proporcionó la documentación y le indicó las líneas de acusación? No tengo ningunas ganas de fantasear sobre el papel de los servicios secretos soviéticos, sin perjuicio de la polémica suscitada al cabo de muchos años y alimentada por la confesión de un antiguo agente rumano, Yon Mihai Pacepa. Este testimonio ha sido vivamente discutido por los especialistas, a pesar de los inquietantes elementos que conlleva. Los historiadores serios que he podido consultar son, sin embargo, concordes en la opinión de que el rol de los soviéticos en las campañas denigratorias contra Pacelli es constante desde el final de la guerra y se explica por la oposición frontal del Vaticano a las persecuciones religiosas en el mundo comunista. Lo que yo ignoraba es que Monseñor Alois Hudal, personaje turbio, sostenedor comprobado del régimen nacionalsocialista, se habría vengado de Pío XII por haberlo dejado de lado, inspirando directamente El Vicario. Decididamente ahí hay un libro para escribir.

4) Más de una vez me ha sorprendido que no se piense en recordar el papel heroico de Monseñor Angelo Rotta (foto), nuncio apostólico en Budapest durante la guerra. Sin embargo, los medios de comunicación evocan regularmente –y a justo título– la extraordinaria figura de Raoul Wallenberg, hombre de negocios sueco misteriosamente desaparecido después de haber sido raptado por los soviéticos en enero de 1945. Recuerdo una teleserie en la que se rememoraba de manera notable su extraordinaria empresa para salvar a los judíos húngaros. En el film no se cesaba de asociarle a Monseñor Rotta, que no dejó de trabajar con él, codo con codo, con el mismo propósito. Pero el nuncio de Pío XII ejerció también su misión de manera autónoma, distribuyendo millares de certificados de bautismo. Por lo demás, fue reconocido como “justo entre las naciones” en el memorial de Yad Vashem. Se cuenta que él mismo se interpuso entre las víctimas y los verdugos en la estación de Budapest para impedir la partida de un tren hacia los campos de exterminio. Al final, logró extraer un centenar de personas a las que había entregado pasaportes vaticanos.

Hubo también otros representantes de Pío XII que desempeñaron un papel análogo en otros países: Monseñor Giuseppe Burzio en Eslovaquia, Monseñor Andrea Cassulo en Rumanía, Monseñor Angelo Giuseppe Roncalli en Turquía, el sacerdote Marcone también en Eslovaquia. Unos y otros obraron conforme a las instrucciones del Papa y de la Secretaría de Estado, interviniendo ante los gobernantes para hacerse los intérpretes de las protestas de la Iglesia.

En cuanto a los hechos, he aquí, pues, al menos algunos elementos. Pero volvamos a la cuestión del silencio, que constituye ella misma un capítulo distinto de crítica. La admito con mayor motivo por el hecho de que se trata de un orden particular que atañe a la conciencia personal de un hombre colocado en una situación excepcionalmente dramática y que no responde de sus determinaciones sino a Dios. En tres siglos y en más se estará siempre en el derecho de preguntarse sobre si las decisiones del Papa de la Segunda Guerra Mundial estuvieron bien fundadas. Él explicó abiertamente, delante de los cardenales romanos el 2 de junio de 1943, las razones por las cuales no podía hablar más claramente contra el exterminio (que había, sin embargo, denunciado en su mensaje de Navidad de 1942). Su obsesión era la de no agravar la suerte de los perseguidos y la de no acarrear otras persecuciones contra los católicos. Veo que las amistades judeo-cristianas echan también en cara al Papa su silencio, poniendo de relieve su misión «de iluminar al pueblo cristiano mediante sus enseñanzas, independientemente de las circunstancias, en nombre de las exigencias de la Palabra de Dios de la cual es el primer intérprete según la tradición católica».

Pío XII también tuvo que callar sobre la persecución
contra los católicos en la Wartheland (Polonia)

Confieso que, a la vez, soy sensible al argumento y me siento perplejo ante el caso preciso. ¡Como si pudiera caber la mínima duda sobre la reprobación moral del exterminio! El dilema de Pío XII hay que reconducirlo al drama de un cuerpo a cuerpo con el exterminador que hubiera implicado todavía más víctimas. Lo cual no sólo era válido respecto a los judíos. Pío XII se encontró ante un caso idéntico de conciencia cuando Polonia fue invadida y repartida entre Hitler y Stalin en 1939. La experiencia del Wartheland (foto arriba), un territorio de 46.000 km2, fue terrible. Según la expresión de Xavier de Monclos, «Hitler soltó allí su jauría» y aquello desembocó en una espantosa persecución de la Iglesia Católica. Ahora bien, en este caso preciso Pío XII «fue tan prudente y reservado como en el del genocidio judío».

No obstante, en un primer momento, Radio Vaticano había reaccionado enérgicamente. Pero frente a la perspectiva de represalias, Pío XII renunció a la protesta pública: «Nos deberíamos fulminar palabras de fuego contra esto; el único motivo que nos retiene de hacerlo es saber que, si habláramos, la suerte de los pobres infelices se volvería todavía más difícil». Una vez más se puede ser de diferente opinión. Pero no es posible ignorar los motivos que impidieron al Papa fulminar esas palabras de fuego. Queda en pie que siempre se deberá distinguir entre el expediente que compete exclusivamente a los historiadores y el que corresponde a la Congregación para las Causas de los Santos, que no obedece necesariamente a los mismos criterios.


Desde hace ya bastante tiempo hay una querella acerca de los archivos del Vaticano. Ya he evocado mis conversaciones telefónicas con el Padre Blet (foto) sobre este asunto. Me decía: «Lo hemos publicado todo, excepto las piezas que no tenían interés o eran redundantes respecto de otras. Por supuesto, siempre es posible que se encuentre una caja perdida en algún desván o en algún sótano, pero ello no añadirá gran cosa a lo que ya sabemos». Los 12 volúmenes publicados, fruto del trabajo de los cuatro jesuitas nombrados por Pablo VI, no representan la totalidad de los archivos de la Santa Sede relativos a la Segunda Guerra Mundial. Son exclusivamente los correspondientes a la Secretaría de Estado. Se trata, pues, de las piezas más significativas de la “política” observada por el Papa y sus directos colaboradores. Faltan todavía los archivos de todos los demás dicasterios, que tienen sin duda su interés, pero no poseen el grado de información precisa y determinada de la organización central de gobierno de la Santa Sede.

Por otra parte, la regla en el Vaticano es publicar los archivos del conjunto de un pontificado. Los que corresponden al pontificado de Pío XII sobrepasan el período de la guerra, llegando hasta 1958. Estamos hablando de unas 600.000 piezas. Creo que es la misma cifra dada por el responsable de los archivos vaticanos, que de este modo ha señalado la amplitud de la tarea del personal que clasifica esos documentos y que no es numeroso. El mismo responsable, por lo demás, ha disparado una flecha en dirección de los historiadores y de los periodistas, lamentando que la publicación de los archivos de Pío XI haya atraído tan pocos investigadores. Por un lado se reclaman con toda energía los archivos; cuando se los tiene, se los desprecia.

Me he paseado por un cierto número de sitios internet interesados en la actual controversia y he encontrado lo peor y lo mejor, Lo peor se expresa con mayor frecuencia de una manera tanto más perentoria cuanto mayormente se ignora el expediente. Cuando la discusión es más seria, lo deja a uno perplejo. Leo, por ejemplo, que el Padre Blet sería uno de los raros historiadores en defender a Pío XII. Pero se omite precisar que si nuestro llorado compatriota se sentía tan vinculado a la memoria del papa de la guerra, tenía sus buenos motivos para ello, habiendo gozado del privilegio de trabajar años enteros en las piezas del expediente. ¡Lo que no han hecho sus adversarios!


(Traducción de: RVR)

Artículo original en francés: France Catholique.



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